Ética
para Amador
Fernando Savater
cap. I DE QUÉ VA LA ÉTICA
Hay
ciencias que se estudian por simple interés de saber cosas nuevas; otras, para
aprender una destreza que permita hacer o utilizar algo; la mayoría, para
obtener un puesto de trabajo y ganarse con él la vida. Si no sentimos
curiosidad ni necesidad de realizar tales estudios podemos prescindir
tranquilamente de ellos. Abundan los conocimientos muy interesantes pero sin
los cuales uno se las arregla bastante bien para vivir: yo, por ejemplo, lamento
no tener ni idea de astrofísica ni de ebanistería, que a otros les darán tantas
satisfacciones, aunque tal ignorancia no me ha impedido ir tirando hasta la
fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces las reglas del fútbol pero estás
bastante pez en béisbol. No tiene mayor importancia, disfrutas con los
mundiales, pasas olímpicamente de la liga americana y todos tan contentos.
Lo
que quiero decir es que ciertas cosas uno puede aprenderlas o no, a voluntad.
Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar
con humildad lo mucho que ignoramos. Se puede vivir sin saber astrofísica, ni
ebanistería, ni fútbol, incluso sin saber leer ni escribir: se vive peor, si
quieres, pero se vive. Ahora bien, otras cosas hay que saberlas porque en ello,
como suele decirse, nos va
la vida. Es preciso estar enterado, por ejemplo de que saltar desde
el balcón de un sexto piso no es cosa buena para la salud; o de que una dieta
de clavos (¡con perdón de los fakires!) y ácido prúsico no permite llegar a viejo.
Tampoco es aconsejable ignorar que si uno cada vez que se cruza con el vecino
le atiza un mamporro las consecuencias serán antes o después muy desagradables.
Pequeñeces así son importantes. Se puede vivir de muchos modos pero hay modos
que no dejan vivir.
En
una palabra, entre todos los saberes posibles existe al menos uno
imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no. No nos convienen ciertos
alimentos ni nos convienen ciertos comportamientos ni ciertas actitudes. Me
refiero, claro está , a que no nos convienen si queremos seguir viviendo. Si lo
que uno quiere es reventar cuanto antes, beber lejía puede ser muy adecuado o
también procurar rodearse del mayor número de enemigos posible. Pero de momento
vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los respetables gustos del
suicida los dejaremos por ahora de lado. De modo que ciertas cosas nos
convienen y a lo que nos conviene solemos llamarlo «bueno» porque nos sienta bien; otras, en cambio,
nos sientan pero que muy mal
y a todo eso lo llamamos «malo». Saber lo que nos conviene, es decir:
distinguir entre lo bueno y lo malo, es un conocimiento que todos intentamos
adquirir --todos sin excepción-- por la cuenta que nos trae.
Como
he señalado antes, hay cosas buenas y malas para la salud: es necesario saber
lo que debemos comer, o que el fuego a veces calienta y otras quema, así como
el agua puede quitar la sed pero también ahogarnos. Sin embargo, a veces las
cosas no son tan sencillas: ciertas drogas, por ejemplo, aumentan nuestro brío
o producen sensaciones agradables, pero su abuso continuado puede ser nocivo. En unos aspectos son
buenas, pero en otros malas: nos convienen y a la vez no nos convienen. En el
terreno de las relaciones humanas, estas ambigüedades se dan con aún mayor frecuencia.
La mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza en la palabra
--y todos necesitamos hablar para vivir en sociedad-- y enemista a las
personas; pero a veces parece que puede ser útil o beneficioso mentir para
obtener alguna ventajilla. O incluso para hacerle un favor a alguien. Por
ejemplo: ¿es mejor decirle al enfermo de cáncer incurable la verdad sobre su
estado o se le debe engañar para que pase sin angustia sus últimas horas? La
mentira no nos conviene, es mala, pero a veces parece resultar buena. Buscar
gresca con los demás ya hemos dicho que es por lo común inconveniente, pero
¿debemos consentir que violen delante de nosotros a una chica sin intervenir,
por aquello de no meternos en líos? Por otra parte, al que siempre dice la verdad
--caiga quien caiga-- suele cogerle manía todo el mundo; y quien interviene en
plan Indiana Jones para salvar a la chica agredida es más probable que se vea
con la crisma rota que quien se va silbando a su casa. Lo malo parece a veces
resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones apariencias de malo.
Vaya jaleo.
Lo
de saber vivir no resulta tan fácil porque hay diversos criterios opuestos
respecto a qué debemos hacer. En matemáticas o geografía hay sabios e
ignorantes, pero los sabios están casi siempre de acuerdo en lo fundamental. En
lo de vivir, en cambio, las opiniones distan de ser unánimes. Si uno quiere
llevar una vida emocionante, puede dedicarse a los coches de fórmula uno o al
alpinismo; pero si se prefiere una vida segura y tranquila, será mejor buscar
las aventuras en el videoclub de la esquina. Algunos aseguran que lo más noble
es vivir para los demás y otros señalan que lo más útil es lograr que los demás
vivan para uno. Según ciertas opiniones lo que cuenta es ganar dinero y nada
mas, mientras que otros arguyen que el dinero sin salud, tiempo libre, afecto
sincero o serenidad de ánimo no vale nada. Médicos respetables indican que
renunciar al tabaco y al alcohol es un medio seguro de alargar la vida, a lo
que responden fumadores y borrachos que con tales privaciones a ellos desde
luego la vida se les haría mucho más larga. Etc.
En
lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de
acuerdo con todos. Pero fíjate que también estas opiniones distintas coinciden
en otro punto: a saber, que lo que vaya a ser nuestra vida es, al menos en
parte, resultado de lo que quiera cada cual. Si nuestra vida fuera algo
completamente determinado y fatal, remediable todas estas disquisiciones
carecerían del más mínimo sentido. Nadie discute si las piedras deben caer
hacia arriba o hacia abajo: caen hacia abajo y punto. Los castores hacen presas
en los arroyos y las abejas panales de celdillas hexagonales: no hay castores a
los que tiente hacer celdillas de panal, ni abejas que se dediquen a la
ingeniería hidráulica. En su medio natural, cada animal parece saber
perfectamente lo que es bueno y lo que es malo para él, sin discusiones ni
dudas. No hay animales malos
ni buenos en la
naturaleza, aunque quizá la mosca considere mala
a la arana que tiende su trampa y se la come. Pero es que la araña no lo puede
remediar...
Voy
a contarte un caso dramático. Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas
que en África levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y
duros como la piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer
de la coraza quitinosa que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de
caparazón colectivo contra ciertas hormigas enemigas, mejor armadas que ellas.
Pero a veces uno de esos hormigueros se derrumba por culpa de una riada o de un
elefante (a los elefantes les gusta rascarse los flancos contra los termiteros,
qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas-obrero se ponen a trabajar para
reconstruir su dañada fortaleza a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas
se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e
intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden
competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo
posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van
despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar
otra vez el termitero derruido... pero lo cierran dejando fuera a las pobres y
heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las
demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son valientes?
Cambio
de escenario, pero no de tema. En la Ilíada,
Homero cuenta la historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a
pie firme fuera de las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón
de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente
va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su
familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor
es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del
mismo modo que las termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida
ningún Homero se ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo
mismo que cualquiera de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más
auténtico y más difícil
que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro?
Sencillamente,
la diferencia estriba en que las termitas-soldado luchan y mueren porque tienen
que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come a la mosca).
Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las
termitas-soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras
vayan en su lugar: están programadas
necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de
Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana
enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen
cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se
le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de
negarse a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan él, siempre podría
escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe,
ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su
historia con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor es
libre y por eso
admiramos su valor.
EJERCICIOS
1
Y
así llegamos a la palabra fundamental de todo este embrollo: libertad. Los animales (y
no digamos ya los minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser tal
como son y hacer lo que están programados naturalmente para hacer. No se les
puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro
modo. Tal disposición obligatoria les ahorra sin duda muchos
quebraderos de cabeza. En cierta medida, desde luego, los hombres también
estamos programados por la naturaleza. Estamos hechos para beber agua, no
lejía, y a pesar de todas nuestras precauciones debemos morir antes o después.
Y de modo menos imperioso pero parecido, nuestro programa cultural es determinante:
nuestro pensamiento viene condicionado por el lenguaje que le da forma (un
lenguaje que se nos impone desde fuera y que no hemos inventado para nuestro
uso personal) y somos educados en ciertas tradiciones, hábitos, formas de
comportamiento, leyendas..., en una palabra, que se nos inculcan desde la
cunita unas fidelidades
y no otras. Todo ello pesa mucho y hace que seamos bastante previsibles. Por
ejemplo, Héctor, ese del que acabamos de hablar. Su programación natural hacía
que Héctor sintiese necesidad de protección, cobijo y colaboración, beneficios
que mejor o peor encontraba en su ciudad de Troya. También era muy natural que
considerara con afecto a su mujer Andrómaca --que le proporcionaba compañía
placentera-- y a su hijito, por el que sentía lazos de apego biológico.
Culturalmente se sentía parte de Troya y compartía con los troyanos la lengua,
las costumbres y las tradiciones. Además, desde pequeño le habían educado para
que fuese un buen guerrero al servicio de su ciudad y se le dijo que la
cobardía era algo aborrecible, indigno de un hombre. Si traicionaba a los
suyos, Héctor sabía que se vería despreciado y que le castigarían de uno u otro
modo. De modo que también estaba bastante programado para actuar como lo hizo,
¿no? Y sin embargo...
Sin
embargo, Héctor hubiese podido decir: ¡a la porra con todo! Podría haberse
disfrazado de mujer para escapar por la noche de Troya, o haberse fingido
enfermo o loco para no combatir, o haberse arrodillado ante Aquiles
ofreciéndole sus servicios como guía para invadir Troya por su lado más débil
también podría haberse dado a la bebida o haber inventado una nueva religión
que dijese que no hay que luchar contra los enemigos sino poner la otra mejilla
cuando nos abofetean. Me dirás que todos estos comportamientos hubiesen sido
bastante raros,
dado quien era Héctor y la educación que había recibido. Pero tienes que
reconocer que no son hipótesis imposibles
mientras que un castor que fabrique panales o una termita desertora no son algo
raro sino estrictamente imposible. Con los hombres nunca puede uno estar seguro
del todo, mientras que con los animales o con otros seres naturales sí. Por
mucha programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre
podemos optar finalmente por algo que no esté en el programa (al menos, que no
esté del todo).
Podemos decir «sí» o «no», quiero o no quiero. Por muy achuchados que nos
veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino
varios.
Cuando
te hablo de libertad
es a esto a lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y de las
mareas, de todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no
podemos hacer cualquier cosa
que queramos, pero también es cierto que no estamos obligados a
querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a
la libertad:
Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber
nacido tal día, de tales padres y en tal país, padecer un cáncer o ser
atropellados por un coche, ser guapos o feos, que los aqueos se empeñen en
conquistar nuestra ciudad, etc.) sino libres
para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo (obedecer o
rebelarnos, ser prudentes o temerarios, vengativos o resignados, vestirnos a la
moda o disfrazarnos de oso de las cavernas, defender Troya o huir, etc.).
Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene
nada que ver con lograrlo
indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en elegir dentro de
lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere,
aunque pareciese imposible). Por ello, cuanta más capacidad de acción tengamos, mejores
resultados podremos obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer subir al
monte Everest, pero dado mi lamentable estado físico y mi nula preparación en
alpinismo es prácticamente imposible que consiguiera mi objetivo. En cambio soy
libre de leer o no leer, pero como aprendí a leer de pequeñito la cosa no me
resulta demasiado difícil si decido hacerlo. Hay cosas que dependen de mi
voluntad (y eso es ser libre) pero no todo
depende de mi voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el mundo hay
otras muchas voluntades y otras muchas necesidades que no controlo a mi gusto.
Si no me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez
contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser libre...
aunque me escueza.
En
la realidad existen muchas fuerzas que limitan
nuestra libertad, desde terremotos o enfermedades hasta tiranos. Pero también
nuestra libertad es una fuerza en el mundo, nuestra
fuerza. Si hablas con la gente, sin embargo, verás que la mayoría tiene mucha
más conciencia de lo que limita su libertad que de la libertad misma. Te dirán:
«¿Libertad? ¿Pero de qué libertad me hablas? ¿Cómo vamos a ser libres, si nos
comen el coco desde la televisión, si los gobernantes nos engañan y nos
manipulan si los terroristas nos amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si
además me falta dinero para comprarme una moto, que es lo que yo quisiera?» En
cuanto te fijes un poco, verás que los que así hablan parece que se están
quejando pero en realidad se encuentran muy satisfechos de saber que no son
libres. En el fondo piensan: «¡Uf! ¡Menudo peso nos hemos quitado de encima!
Como no somos libres, no podemos tener la culpa
de nada de lo que nos ocurra...» Pero yo estoy seguro de que nadie --nadie-- cree de veras que
no es libre, nadie acepta sin más que funciona como un mecanismo inexorable de
relojería o como una termita. Uno puede considerar que optar libremente por
ciertas cosas en ciertas circunstancias es muy difícil (entrar en una casa en llamas para
salvar a un niño, por ejemplo, o enfrentarse con firmeza a un tirano) y que es
mejor decir que no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo
más fácil, es decir esperar a los bomberos o lamer la bota que le pisa a uno el
cuello. Pero dentro de las tripas algo insiste en decirnos: «Si tú hubieras
querido...»
Cuando
cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos libres, te aconsejo que
le apliques la prueba del filósofo romano. En la antigüedad, un filósofo romano
discutía con un amigo que le negaba la libertad humana y aseguraba que todos
los hombres no tienen más remedio que hacer lo que hacen. El filósofo cogió su
bastón y comenzó a darle estacazos con toda su fuerza. «¡Para, ya está bien, no
me pegues más!», le decía el otro. Y el filósofo, sin dejar de zurrarle,
continuó argumentando: «¿No dices que no soy libre y que lo que hago no tengo
más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes saliva pidiéndome que pare:
soy automático.» Hasta que el amigo no reconoció que el filósofo podía
libremente dejar de pegar, el filósofo no suspendió su paliza. La prueba es
buena, pero no debes utilizarla más que en último extremo y siempre con amigos
que no sepan artes marciales...
EJERCICIOS
2
En
resumen: a diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra
forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente
para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y como podemos
inventar y elegir, podemos equivocarnos,
que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De
modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un
cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir
si prefieres, es a lo que llaman ética. De ello, si tienes paciencia,
seguiremos hablando en las siguientes páginas de este libro.
Vete
leyendo...
«¡Y
si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyado
la pica contra el muro, saliera al encuentro del inexorable Aquiles, le dijera
que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo
a Ilión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le
ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene y más
tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formasen dos
lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué
en tales cosas me hace pensar el corazón?» (Homero, Ilíada).
«La
libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la
conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí
o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el
signo contradictorio de la naturaleza humana» (Octavio Paz, La otra voz).
«La
vida del hombre no puede "ser vivida" repitiendo los patrones de su
especie; es él mismo
--cada uno-- quien debe vivir. El hombre es el único animal que puede estar fastidiado, que puede
estar disgustado,
que puede sentirse expulsado del paraíso» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
cap. II ORDENES, COSTUMBRES Y CAPRICHOS
Te
recuerdo brevemente donde estamos. Queda claro que hay cosas que nos convienen
para vivir y otras no, pero no siempre está claro qué cosas son las que nos
convienen. Aunque no podamos elegir lo que nos pasa, podemos en cambio elegir
lo que hacer frente a lo que nos pasa. Modestia aparte, nuestro caso se parece
más al de Héctor que al de las beneméritas termitas... Cuando vamos a hacer
algo, lo hacemos porque preferimos
hacer eso a hacer otra cosa, o porque preferimos hacerlo a no hacerlo. ¿Resulta
entonces que hacemos siempre lo que queremos? Hombre, no tanto. A veces las
circunstancias nos imponen elegir entre dos opciones que no hemos elegido:
vamos, que hay ocasiones en que elegimos aunque preferiríamos no tener que
elegir.
Uno
de los primeros filósofos que se ocupó de estas cuestiones, Aristóteles,
imaginó el siguiente ejemplo. Un barco lleva una importante carga de un puerto
a otro. A medio trayecto, le sorprende una tremenda tempestad. Parece que la
única forma de salvar el barco y la tripulación es arrojar por la borda el
cargamento, que además de importante es pesado. El capitán del navío se plantea
el problema siguiente: «¿Debo tirar la mercancía o arriesgarme a capear el
temporal con ella en la bodega, esperando que el tiempo mejore o que la nave
resista?» Desde luego, si arroja el cargamento lo hará porque prefiere hacer eso a
afrontar el riesgo, pero sería injusto decir sin más que quiere tirarlo. Lo que de
veras quiere es
llegar a puerto con su barco, su tripulación y su mercancía: eso es lo que más
le conviene. Sin embargo, dadas las borrascosas circunstancias, prefiere salvar
su vida y la de su tripulación a salvar la carga, por preciosa que sea. ¡Ojalá
no se hubiera levantado la maldita tormenta! Pero la tormenta no puede
elegirla, es cosa que se le impone, cosa que le pasa, quiera o no; lo que en cambio puede
elegir es el comportamiento a seguir en el peligro que le amenaza. Si tira el
cargamento por la borda lo hace porque quiere... y a la vez sin querer. Quiere
vivir, salvarse y salvar a los hombres que dependen de él, salvar su barco;
pero no quisiera quedarse sin la carga ni el provecho que representa, por lo
que no se desprende de ella sino muy a regañadientes. Preferiría sin duda no
verse en el trance de tener que escoger entre la pérdida de sus bienes y la
pérdida de su vida. Sin embargo, no queda más remedio y debe decidirse: elegirá
lo que quiera más,
lo que crea más conveniente. Podríamos decir que es libre porque no le queda
otro remedio que serlo, libre de optar en circunstancias que él no ha elegido
padecer.
Casi
siempre que reflexionamos en situaciones difíciles o importantes sobre lo que
vamos a hacer nos encontramos en una situación parecida a la de ese capitán de
barco del que habla Aristóteles. Pero claro, no siempre las cosas se ponen tan
feas. A veces las circunstancias son menos tormentosas y si me empeño en no
ponerte más que ejemplos con ciclón incorporado puedes rebelarte contra ellos,
como hizo aquel aprendiz de aviador. Su profesor de vuelo le preguntó: «Va
usted en un avión, se declara una tormenta y le inutiliza a usted el motor. ¿Qué
debe hacer?» Y el estudiante contesta: «Seguiré con el otro motor.» «Bueno
--dijo el profesor--, pero llega otra tormenta y le deja sin ese motor. ¿Cómo
se las arregla entonces?» «Pues seguiré con el otro motor.» «También se lo
destruye una tormenta. ¿Y entonces?» «Pues continúo con otro motor.» «Vamos a
ver --se mosquea el profesor--, ¿se puede saber de dónde saca usted tantos
motores?» Y el alumno, imperturbable: «Del mismo sitio del que saca usted
tantas tormentas.» No, dejemos de lado el tormento de las tormentas. Veamos qué
ocurre cuando hace buen tiempo.
Por
lo general, uno no se pasa la vida dando vueltas a lo que nos conviene o no nos
conviene hacer. Afortunadamente no solemos estar tan achuchados por la vida
como el capitán del dichoso barquito del que hemos hablado. Si vamos a ser
sinceros, tendremos que reconocer que la mayoría de nuestros actos los hacemos
casi automáticamente, sin darle demasiadas vueltas al asunto. Recuerda conmigo,
por favor lo que has hecho esta mañana. A una hora indecentemente temprana ha
sonado el despertador y tú, en vez de estrellarlo contra la pared como te
apetecía, has apagado la alarma. Te has quedado un ratito entre las sábanas,
intentando aprovechar los últimos y preciosos minutos de comodidad horizontal.
Después has pensado que se te estaba haciendo demasiado tarde y el autobús para
el cole no espera, de modo que te has levantado con santa resignación. Ya sé
que no te gusta demasiado lavarte los dientes pero como te insisto tanto para
que lo hagas has acudido entre bostezos a la cita con el cepillo y la pasta. Te
has duchado casi sin darte cuenta de lo que hacías, porque es algo que ya
pertenece a la rutina de todas las mañanas. Luego te has bebido el café con
leche y te has tomado la habitual tostada con mantequilla. Después, a la dura
calle. Mientras ibas hacia la parada del autobús repasando mentalmente los
problemas de matemáticas --¿no tenías hoy control?-- has ido dando patadas
distraídas a una lata vacía de coca-cola. Más tarde el autobús, el colegio, etc.
Francamente,
no creo que cada uno de esos actos los hayas realizado tras angustiosas
meditaciones: «¿Me levanto o no me levanto? ¿Me ducho o no me ducho? ¡Desayunar
o no desayunar, ésa es la cuestión!» La zozobra del pobre capitán de barco a
punto de zozobrar, tratando de decidir a toda prisa si tiraba por la borda la
carga o no, se parece poco a tus soñolientas decisiones de esta mañana. Has
actuado de manera casi instintiva, sin plantearte muchos problemas. En el fondo
resulta lo más cómodo y lo más eficaz, ¿no? A veces darle demasiadas vueltas a
lo que uno va a hacer nos paraliza. Es como cuando echas a andar: si te pones a
mirarte los pies y a decir «ahora, el derecho; luego, el izquierdo, etc.», lo
más seguro es que pegues un tropezón o que acabes parándote. Pero yo quisiera
que ahora, retrospectivamente, te preguntaras lo que no te preguntaste esta
mañana. Es decir: ¿por qué
he hecho lo que hice?, ¿por
qué ese gesto y no mejor el contrario, o quizá otro cualquiera?
Supongo que esta encuesta te indignará un poco. ¡Vaya! ¿Que por qué tienes que
levantarte a las siete y media, lavarte los dientes e ir al colegio? ¿Y yo te
lo pregunto? ¡Pues precisamente porque yo me empeño en que lo hagas y te doy la
lata de mil maneras, con amenazas y promesas, para obligarte! ¡Si te quedases
en la cama menudo jaleo te montaría! Claro que algunos de los gestos reseñados
como ducharte o desayunar, los realizas ya sin acordarte de mí, porque son
cosas que siempre se hacen al levantarse, ¿no?, y que todo el mundo repite. Lo
mismo que ponerse pantalones en lugar de ir en calzoncillos, por mucho que
apriete el calor... En cuanto a lo de tomar el autobús, bueno, no tienes más
remedio que hacerlo para llegar a tiempo, porque el colegio está demasiado
lejos como para ir andando y no soy tan espléndido para pagarte un taxi de ida
y vuelta todos los días. ¿Y lo de pegarle patadas a la lata? Pues eso lo haces
porque sí, porque te dala gana.
Vamos
a detallar entonces la serie de diferentes motivos que tienes para tus
comportamientos matutinos. Ya sabes lo que es un «motivo» en el sentido que
recibe la palabra en este contexto: es la razón que tienes o al menos crees
tener para hacer algo, la explicación más aceptable de tu conducta cuando
reflexionas un poco sobre ella. En una palabra: la mejor respuesta que se te
ocurre a la pregunta «¿por qué hago eso?». Pues bien, uno de los tipos de
motivación que reconoces es el de que yo te mando que hagas tal o cual cosa. A
estos motivos les llamaremos órdenes.
En otras ocasiones el motivo es que sueles hacer siempre ese mismo gesto y ya
lo repites casi sin pensar, o también el ver que a tu alrededor todo el mundo
se comporta así habitualmente: llamaremos costumbres
a este juego de motivos. En otros casos --los puntapiés a la lata, por
ejemplo-- el motivo parece ser la ausencia de motivo, el que te apetece sin
más, la pura gana. ¿Estás de acuerdo en que llamemos caprichos al por qué de
estos comportamientos? Dejo de lado los motivos más crudamente funcionales, es decir los
que te inducen a aquellos gestos que haces como puro y directo instrumento para
conseguir algo: bajar la escalera para llegar a la calle en lugar de saltar por
la ventana, coger el autobús para ir al cole, utilizar una taza para tomar tu
café con leche, etc.
Nos
limitaremos a examinar los tres meros tipos de motivos, es decir las órdenes,
las costumbres y los caprichos. Cada uno de esos motivos inclina tu conducta en una
dirección u otra, explica más o menos tu preferencia
por hacer lo que haces frente a las otras muchas cosas que podrías hacer. La
primera pregunta que se me ocurre plantear sobre ellos es: ¿de qué modo y con
cuánta fuerza te obliga a actuar cada uno? Porque no todos tienen el mismo peso
en cada ocasión. Levantarte para ir al colegio es más obligatorio que lavarte los
dientes o ducharte y creo que bastante más que dar patadas a la lata de
coca-cola; en cambio, ponerte pantalones o al menos calzoncillos por mucho
calor que haga es tan obligatorio como ir al cole, ¿no? Lo que quiero decirte
es que cada tipo de motivos tiene su propio peso y te condiciona a su modo. Las
órdenes, por ejemplo, sacan su fuerza, en parte, del miedo que puedes tener a
las terribles represalias que tomaré contra ti si no me obedeces; pero también,
supongo, al afecto
y la confianza
que me tienes y que te lleva a pensar que lo que te mando es para protegerte y
mejorarte o, como suele decirse con expresión que te hace torcer el gesto, por tu bien. También desde
luego porque esperas algún tipo de recompensa si cumples como es debido: paga,
regalos, etc. Las costumbres, en cambio, vienen más bien de la comodidad de seguir la
rutina en ciertas ocasiones y también de tu interés de no contrariar a los
otros, es decir de la presión
de los demás. También en las costumbres hay algo así como una obediencia a
ciertos tipos de órdenes: piensa, por poner otro ejemplo, en las modas. ¡La
cantidad de cazadoras, zapatillas, chapas, etc., que tienes que ponerte porque
entre tus amigos es costumbre llevarlas y tú no quieres desentonar!
Las
órdenes y las costumbres tienen una cosa en común: parece que vienen de fuera, que se te imponen
sin pedirte permiso. En cambio, los caprichos te salen de dentro, brotan
espontáneamente sin que nadie te los mande ni a nadie en principio creas
imitarlos. Yo supongo que si te pregunto que cuándo te sientes más libre, al
cumplir órdenes, al seguir la costumbre o al hacer tu capricho, me dirás que
eres más libre al hacer tu capricho, porque es una cosa más tuya y que no
depende de nadie más que de ti. Claro que vete a saber: a lo mejor también el
llamado capricho te apetece porque se lo imitas a alguien o quizá brota de una
orden pero al revés,
por ganas de llevar la contraria, unas ganas que no se te hubieran despertado a
ti solo sin el mandato previo que desobedeces... En fin, por el momento vamos a
dejar las cosas aquí, que por hoy ya es lío suficiente.
Pero
antes de acabar recordemos como despedida otra vez aquel barco griego en la
tormenta al que se refirió Aristóteles. Ya que empezamos entre olas y truenos
bien podemos acabar lo mismo, para que el capítulo resulte capicúa. El capitán
del barco estaba, cuando lo dejamos, en el trance de arrojar o no la carga por
la borda para evitar el naufragio. Desde luego tiene orden de llevar las
mercancías a puerto, la costumbre no es precisamente tirarlas al mar y poco le
ayudaría seguir sus caprichos dado el berenjenal en que se encuentra. ¿Seguirá
sus órdenes aun a riesgo de perder la vida y la de toda su tripulación? ¿Tendrá
más miedo a la cólera de sus patronos que al mismo mar furioso? En circunstancias
normales puede bastar con hacer lo que le mandan a uno, pero a veces lo más
prudente es plantearse hasta qué punto resulta aconsejable obedecer... Después
de todo, el capitán no es como las termitas, que tienen que salir en plan
kamikaze quieran o no porque no les queda otro remedio que «obedecer» los
impulsos de su naturaleza.
Y
si en la situación en que está las órdenes no le bastan, la costumbre todavía
menos. La costumbre sirve para lo corriente, para la rutina de todos los días.
¡Francamente, una tempestad en alta mar no es momento para andarse con rutinas!
Tú mismo te pones religiosamente pantalones y calzoncillos todas las mañanas,
pero si en caso de incendio no te diera tiempo tampoco te sentirías demasiado
culpable. Durante el gran terremoto de México de hace pocos años un amigo mío
vio derrumbarse ante sus propios ojos un elevado edificio; acudió a prestar
ayuda e intentó sacar de entre los escombros a una de las víctimas, que se
resistía inexplicablemente a salir de la trampa de cascotes hasta que confesó:
«Es que no llevo nada encima...» ¡Premio especial del jurado a la defensa
intempestiva del taparrabos! Tanto conformismo ante la costumbre vigente es un
poco morboso, ¿no? Podemos suponer que nuestro capitán griego era un hombre práctico
y que la rutina de conservar la carga no era suficiente para determinar su
comportamiento en caso de peligro. Ni tampoco para arrojarla, claro está, por
mucho que en la mayoría de los casos fuese habitual desprenderse de ella.
Cuando las cosas están de veras serias hay que inventar y no sencillamente limitarse a
seguir la moda o el hábito...
Tampoco
parece que sea ocasión propicia para entregarse a los caprichos. Si te dijeran
que el capitán de ese barco tiró la carga no porque lo considerase prudente,
sino por capricho (o que la conservó en la bodega por el mismo motivo), ¿qué
pensarías? Respondo por ti: que estaba un poco loco. Arriesgar la fortuna o la
vida sin otro móvil que el capricho tiene mucho de chaladura, y si la
extravagancia compromete la fortuna o la vida del prójimo merece ser calificada
aún más duramente. ¿Cómo podría haber llegado a mandar un barco semejante
antojadizo irresponsable ? En momentos tempestuosos a la persona sana se le
pasan casi todos los caprichitos y no le queda sino el deseo intenso de acertar
con la línea de conducta más conveniente, o sea: más racional.
¿Se
trata entonces de un simple problema funcional, de encontrar el mejor medio
para llegar sanos y salvos a puerto? Vamos a suponer que el capitán llega a la
conclusión de que para salvarse basta con arrojar cierto peso al mar, sea peso en mercancías o
sea peso en tripulación. Podría entonces intentar convencer a los marineros de
que tirasen por la borda a los cuatro o cinco más inútiles de entre ellos y así
de ese modo tendrían una buena oportunidad de conservar las ganancias del
flete. Desde un punto de vista funcional a lo mejor era ésta la mejor solución
para salvar el pellejo y también para asegurar las ganancias... Sin embargo,
algo me resulta repugnante
en tal decisión y supongo que a ti también. ¿Será porque me han dado la orden
de que tales cosas no deben hacerse, o porque no tengo costumbre de hacerlas o
simplemente porque no me apetece --tan caprichoso soy-- comportarme de esa
manera?
Perdona
que te deje en un suspense digno de Hitchcok, pero no voy a decirte para acabar
qué es lo que a la postre decidió nuestro zarandeado capitán. ¡Ojalá acertase y
tuviera ya buen viento hasta volver a casa! La verdad es que cuando pienso en
él me doy cuenta de que todos vamos en el mismo barco... Por el momento, nos
quedaremos con las preguntas que hemos planteado y esperemos que vientos
favorables nos lleven hasta el próximo capítulo, donde volveremos a
encontrarlas e intentaremos empezar a responderlas.
Vete
leyendo...
«Tanto
la virtud como el vicio están en nuestro poder. En efecto, siempre que está en
nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en
nuestro poder el no, lo está el sí, de modo que si está en nuestro poder el
obrar cuando es bello, lo estará también cuando es vergonzoso, y si está en
nuestro poder el no obrar cuando es bello, lo estar, asimismo, para no obrar
cuando es vergonzoso. (Aristóteles, Ética
para Nicómaco).
«En
el arte de vivir,
el hombre es al mismo tiempo el artista y el objeto de su arte, es el escultor
y el mármol, el médico y el paciente» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
«Sólo
disponemos de cuatro principios de la moral:
«1) El filosófico: haz el bien por el bien mismo, por respeto a la ley.
«2) El religioso: hazlo porque es la voluntad de Dios, por amor a Dios.
«3) El humano: hazlo porque tu bienestar lo requiere, por amor propio.
«4) El político: Hazlo porque lo requiere la prosperidad de la sociedad de la que formas parte, por amor a la sociedad y por consideración a ti» (Lichtenberg, Aforismos).
«1) El filosófico: haz el bien por el bien mismo, por respeto a la ley.
«2) El religioso: hazlo porque es la voluntad de Dios, por amor a Dios.
«3) El humano: hazlo porque tu bienestar lo requiere, por amor propio.
«4) El político: Hazlo porque lo requiere la prosperidad de la sociedad de la que formas parte, por amor a la sociedad y por consideración a ti» (Lichtenberg, Aforismos).
«No
hemos de preocuparnos de vivir largos años, sino de vivirlos
satisfactoriamente; porque vivir largo tiempo depende del destino, vivir
satisfactoriamente de tu alma. La vida es larga si es plena; y se hace plena cuando
el alma ha recuperado la posesión de su bien propio y ha transferido a sí el
dominio de sí misma» (Séneca, Cartas
a Lucilio).
cap. III HAZ LO QUE QUIERAS
Decíamos
antes que la mayoría de las cosas las hacemos porque nos las mandan (los padres
cuando se es joven, los superiores o las leyes cuando se es adulto), porque se
acostumbra a hacerlas así (a veces la rutina nos la imponen los demás con su
ejemplo y su presión --miedo al ridículo, censura, chismorreo, deseo de
aceptación en el grupo,...-- y otras veces nos la creamos nosotros mismos),
porque son un medio para conseguir lo que queremos (como tomar el autobús para
ir al colegio) o sencillamente porque nos da la ventolera o el capricho de
hacerlas, así, sin más ni más. Pero resulta que en ocasiones importantes o
cuando nos tomamos lo que vamos a hacer verdaderamente en serio, todas estas
motivaciones corrientes resultan insatisfactorias: vamos, que saben a poco, como suele
decirse.
Cuando
tiene uno que salir a exponer el pellejo junto a las murallas de Troya
desafiando el ataque de Aquiles, como hizo Héctor; o cuando hay que decidir
entre tirar al mar la carga para salvar a la tripulación o tirar a unos cuantos
de la tripulación para salvar la carga; o... en casos semejantes, aunque no
sean tan dramáticos (por ejemplo sencillito: ¿debo votar al político que
considero mejor para la mayoría del país, aunque perjudique con su subida de
impuestos mis intereses personales, o apoyar al que me permite forrarme mas a
gusto y los demás que espabilen?), ni órdenes ni costumbres bastan y no son
cuestiones de capricho. El comandante nazi del campo de concentración al que
acusan de una matanza de judíos intenta excusarse diciendo que «cumplió
órdenes», pero a mí, sin embargo, no me convence esa justificación; en ciertos
países es costumbre no alquilar un piso a negros por su color de piel o a
homosexuales por su preferencia amorosa, pero por mucho que sea habitual tal
discriminación sigue sin parecerme aceptable; el capricho de irse a pasar unos
días en la playa es muy comprensible, pero si uno tiene a un bebé a su cargo y
lo deja sin cuidado durante un fin de semana, semejante capricho ya no resulta
simpático sino criminal. ¿No opinas lo mismo que yo en estos casos?
Esto
tiene que ver con la cuestión de la libertad,
que es el asunto del que se ocupa propiamente la ética, según creo haberte
dicho ya. Libertad es poder decir «sí» o «no»; lo hago o no lo hago, digan lo
que digan mis jefes o los demás; esto me conviene y lo quiero, aquello no me
conviene y por tanto no lo quiero. Libertad es decidir, pero también, no lo olvides, darte cuenta de que estás
decidiendo. Lo más opuesto a dejarse
llevar, como podrás comprender. Y para no dejarte llevar no tienes
más remedio que intentar pensar al menos dos veces lo que vas a hacer; sí, dos
veces, lo siento, aunque te duela la cabeza... La primera vez que piensas el motivo de tu
acción la respuesta a la pregunta «¿por qué hago esto?» es del tipo de las que
hemos estudiado últimamente: lo hago por que me lo mandan, porque es costumbre
hacerlo, porque me da la gana. Pero si lo piensas por segunda vez, la cosa ya
varía. Esto lo hago porque me lo mandan, pero... ¿por qué obedezco lo que me
mandan? ¿por miedo al castigo?, ¿por esperanza de un premio?, ¿no estoy
entonces como esclavizado
por quien me manda? Si obedezco porque quien da las órdenes sabe más que yo,
¿no sería aconsejable que procurara informarme lo suficiente para decidir por
mí mismo? ¿Y si me mandan cosas que no me parecen convenientes, como cuando le ordenaron al comandante
nazi eliminar a los judíos del campo de concentración? ¿Acaso no puede ser algo
«malo» --es decir, no conveniente para mí-- por mucho que me lo manden, o
«bueno» y conveniente aunque nadie me lo ordene?
Lo
mismo sucede respecto a las costumbres. Si no pienso lo que hago más que una
vez, quizá me baste la respuesta de que actúo así «porque es costumbre». Pero
¿por qué diablos tengo que hacer siempre lo que suele hacerse (o lo que suelo
hacer)? ¡Ni que fuera esclavo de quienes me rodean, por muy amigos míos que
sean, o de lo que hice ayer, antesdeayer y el mes pasado! Si vivo rodeado de
gente que tiene la costumbre de discriminar a los negros y a mí eso no me
parece ni medio bien, ¿por qué tengo que imitarles? Si he cogido la costumbre
de pedir dinero prestado y no devolverlo nunca, pero cada vez me da más
vergüenza hacerlo, ¿por qué no voy a poder cambiar de conducta y empezar desde
ahora mismo a ser más legal? ¿Es que acaso una costumbre no puede ser poco
conveniente para mí, por muy acostumbrada que sea? Y cuando me interrogo por
segunda vez sobre mis caprichos, el resultado es parecido. Muchas veces tengo
ganas de hacer cosas que en seguida se vuelven contra mí, de las que me
arrepiento luego. En asuntos sin importancia el capricho puede ser aceptable,
pero cuando se trata de cosas más serias dejarme llevar por él, sin reflexionar
si se trata de un capricho conveniente o inconveniente, puede resultar muy poco
aconsejable, hasta peligroso: el capricho de cruzar siempre los semáforos en
rojo a lo mejor resulta una o dos veces divertido pero llegaré a viejo si me
empeño en hacerlo día tras día?
En
resumidas cuentas: puede haber órdenes, costumbres y caprichos que sean motivos
adecuados para obrar, pero en otros casos no tiene por qué ser así. Sería un poco
idiota querer llevar la contraria a todas las órdenes y a todas las costumbres,
como también a todos los caprichos porque a veces resultarán convenientes o
agradables. Pero nunca una
acción es buena sólo por ser una orden, una costumbre o un capricho.
Para saber si algo me resulta de veras conveniente o no tendré que examinar lo
que hago más a fondo, razonando por mí mismo. Nadie puede ser libre en mi
lugar, es decir: nadie puede dispensarme de elegir y de buscar por mí mismo.
Cuando se es un niño pequeño, inmaduro, con poco conocimiento de la vida y de
la realidad basta con la obediencia, la rutina o el caprichito. Pero es porque
todavía se está dependiendo de alguien, en manos de otro que vela por nosotros.
Luego hay que hacerse adulto, es decir, capaz de inventar en cierto modo la propia vida y no
simplemente de vivir la que otros han inventado para uno. Naturalmente, no
podemos inventarnos del todo porque no vivimos solos y muchas cosas se nos
imponen queramos o no (acuérdate de que el pobre capitán no eligió padecer una
tormenta en alta mar ni Aquiles le pidió a Héctor permiso para atacar
Troya...). Pero entre las órdenes que se nos dan, entre las costumbres que nos
rodean o nos creamos, entre los caprichos que nos asaltan, tendremos que
aprender a elegir por nosotros mismos. No habrá más remedio, para ser hombres y
no borregos (con perdón de los borregos), que pensar dos veces lo que hacemos.
Y si me apuras, hasta tres y cuatro veces en ocasiones señaladas.
La
palabra «moral» etimológicamente tiene que ver con las costumbres, pues eso
precisamente es lo que significa la voz latina: mores, y también con las órdenes, pues la
mayoría de los preceptos morales suenan así como «debes hacer tal cosa» o «ni
se te ocurra hacer tal otra». Sin embargo, hay costumbres órdenes --como ya
hemos visto-- que pueden ser malas,
o sea «inmorales», por muy ordenadas y acostumbradas que se nos presenten. Si
queremos profundizar en la moral de verdad, si queremos aprender en serio cómo
emplear bien la libertad que tenemos (y en este aprendizaje consiste
precisamente la «moral» o «ética» de la que estamos hablando aquí), más vale
dejarse de órdenes, costumbres y caprichos. Lo primero que hay que dejar claro
es que la ética de un hombre libre nada tiene que ver con los castigos ni los
premios repartidos por la autoridad que sea, autoridad humana o divina, para el
caso es igual. El que no hace más que huir del castigo y buscar la recompensa
que dispensan otros, según normas establecidas por ellos, no es mejor que un
pobre esclavo. A un niño quizá le basten el palo y la zanahoria como guías de
su conducta, pero para alguien crecidito es más bien triste seguir con esa
mentalidad. Hay que orientarse de otro modo. Por cierto, una aclaración
terminológica. Aunque yo voy a utilizar las palabras «moral» y «ética» como
equivalentes, desde un punto de vista técnico (perdona que me ponga más
profesoral que de costumbre) no tienen idéntico significado. «Moral» es el
conjunto de comportamientos y normas que tú, yo y algunos de quienes nos rodean
solemos aceptar como válidos; «ética» es la reflexión sobre por qué los consideramos
válidos y la comparación con otras «morales»que tienen personas diferentes.
Pero en fin, aquí seguiré usando una u otra palabra indistintamente, siempre
como arte de vivir.
Que me perdone la academia...
Te
recuerdo que las palabras «bueno» y «malo» no sólo se aplican a comportamientos
morales, ni siquiera sólo a personas. Se dice, por ejemplo, que Maradona o
Butragueño son futbolistas muy buenos, sin que ese calificativo tenga nada que
ver con su tendencia a ayudar al prójimo fuera del estadio o su propensión a
decir siempre la verdad. Son buenos en cuanto futbolistas y como futbolistas,
sin que entremos en averiguaciones sobre su vida privada. Y también puede
decirse que una moto es muy buena sin que ello implique que la tomamos por la
Santa Teresa de las motos: nos referimos a que funciona estupendamente y que
tiene todas las ventajas que a una moto pueden pedirse. En cuestión de
futbolistas o de motos, lo «bueno» --es decir, lo que conviene-- está bastante
claro. Seguro que si te pregunto me explicas muy bien cuáles son los requisitos
necesarios para que algo merezca calificación de sobresaliente en el terreno de
juego o en la carretera. Y digo yo: ¿por qué no intentamos definir del mismo
modo lo que se necesita para ser un hombre
bueno? ¿No nos resolvería eso todos los problemas que nos estamos planteando
desde hace ya bastantes páginas?
No
es cosa tan fácil, sin embargo. Respecto a los buenos futbolistas, las buenas motos,
los buenos caballos de carreras, etc., la mayoría de la gente suele estar de
acuerdo, pero cuando se trata de determinar si alguien es bueno o malo en
general, como ser humano, las opiniones varían mucho. Ahí tienes, por ejemplo
el caso de Purita: su mamá en casa la tiene por el no va más de la bondad,
porque es obediente y modosita, pero en clase todo el mundo la detesta porque
es chismosa y cizañera. Seguro que para sus superiores el oficial nazi que
gaseaba judíos en Auschwitz era bueno y como es debido, pero los judíos debían
tener sobre él una opinión diferente. A veces llamarle a alguien «bueno» no
indica nada bueno: hasta el punto de que suelen decirse cosas como «Fulanito es
muy bueno, ¡el pobre!» El poeta español Antonio Machado era consciente de esta
ambigüedad y en su autobiografía poética escribió: «Soy en el buen sentido de
la palabra bueno...» Se refería a que, en muchos casos, llamarle a uno «bueno»
no indica más que docilidad, tendencia a no llevar la contraria y a no causar
problemas, prestarse a cambiar los discos mientras los demás bailan, cosas así.
Para
unos, ser bueno significará ser resignado y paciente, pero otros llamarán bueno
a la persona emprendedora, original, que no se acobarda a la hora de decir lo
que piensa aunque pueda molestar a alguien. En países como Sudáfrica por
ejemplo, unos tendrán por bueno al negro que no da la lata y se conforma con el
apartheid,
mientras que otros no llamarán así más que al que sigue a Nelson Mandela. ¿Y
sabes por qué no resulta sencillo decir cuándo un ser humano es «bueno» y
cuándo no lo es? Porque no sabemos para
qué sirven los seres humanos. Un futbolista sirve para jugar al
fútbol de tal modo que ayude a ganar a su equipo y meta goles al contrario; una
moto sirve para trasladarnos de modo veloz, estable, resistente... Sabemos
cuándo un especialista en algo o cuándo un instrumento funcionan como es debido
porque tenemos idea del servicio que deben prestar, de lo que se espera de
ellos. Pero si tomamos al ser humano en general la cosa se complica: a los
humanos se nos reclama a veces resignación y a veces rebeldía, a veces
iniciativa y a veces obediencia, a veces generosidad y otras previsión del
futuro, etc. No es fácil ni siquiera determinar una virtud cualquiera: que un
futbolista meta un gol en la portería contraria sin cometer falta siempre es
bueno, pero decir la verdad puede no serlo. ¿Llamarías «bueno»a quien le dice
por crueldad al moribundo que va a morir o a quien delata dónde se esconde la
víctima al asesino que quiere matarla Los oficios y los instrumentos responden
a unas normas de utilidad bastante claras, establecidas desde fuera: si se las
cumple, bien; si no, mal y se acabó. No se pide otra cosa. Nadie exige a un
futbolista --para ser buen futbolista, no buen ser humano-- que sea caritativo
o veraz; nadie le pide a una moto, para ser buena moto, que sirva para clavar
clavos. Pero cuando se considera a los humanos en general la cosa no está tan
clara, porque no hay un único reglamento
para ser buen humano ni el hombre es instrumento
para conseguir nada.
Se
puede ser buen hombre (y buena mujer, claro) de muchas maneras y las opiniones
que juzgan los comportamientos suelen variar según las circunstancias. Por eso
decimos a veces que Fulano o Menganita son buenos «a su modo». Admitimos así
que hay muchas formas de serlo y que la cuestión depende del ámbito en que se
mueve cada cual. De modo que ya ves que desde
fuera no es fácil determinar quién es bueno y quién malo, quién
hace lo conveniente y quién no. Habría que estudiar no sólo todas las
circunstancias de cada caso, sino hasta las intenciones
que mueven a cada uno. Porque podría pasar que alguien hubiese pretendido algo
malo y le saliera un resultado aparentemente bueno por carambola. Y al que hace
lo bueno y conveniente por chiripa no le llamaríamos «bueno», ¿verdad? También
al revés: con la mejor voluntad del mundo alguien podría provocar un desastre y
ser tenido por monstruo sin culpa suya. Me parece que por este camino sacaremos
poco en limpio, lo siento.
Pero
si ya hemos dicho que ni órdenes, ni costumbres ni caprichos bastan para
guiarnos en esto de la ética y ahora resulta que no hay un claro reglamento que
enseñe a ser hombre bueno y a funcionar siempre como tal, ¿cómo nos las
arreglaremos? Voy a contestarte algo que de seguro te sorprende y quizá hasta
te escandalice. Un divertidísimo escritor francés del siglo XVI, François
Rabelais, contó en una de las primeras novelas europeas las aventuras del
gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel. Muchas cosas podría contarte de ese libro,
pero prefiero que antes o después te decidas a leerlo por ti mismo. Sólo te
diré que en una ocasión Gargantúa decide fundar una orden más o menos religiosa
e instalarla en una abadía, la abadía de Theleme, sobre cuya puerta está
escrito este único precepto: «Haz lo que quieras.» Y todos los habitantes de
esa santa casa no hacen precisamente más que eso, lo que quieren. ¿Qué te
parecería si ahora te digo que a la puerta de la ética bien entendida no está
escrita más que esa misma consigna: haz
lo que quieras? A lo mejor te indignas conmigo: ¡vaya, pues sí que
es moral la
conclusión a la que hemos llegado!, ¡la que se armaría si todo el mundo hiciese
sin más ni más lo que quisiera!, ¿para eso hemos perdido tanto tiempo y nos
hemos comido tanto el coco? Espera, espera, no te enfades. Dame otra
oportunidad: hazme el favor de pasar al capítulo siguiente...
Vete
leyendo...
«Los
congregados en Theleme empleaban su vida, no en atenerse a leyes, reglas o
estatutos, sino en ejecutar su voluntad y libre albedrío. Levantábanse del
lecho cuando les parecía bien, y bebían, comían, trabajaban y dormían cuando
sentían deseo de hacerlo. Nadie les despertaba, ni le forzaba a beber, o comer,
ni a nada.
«Así
lo había dispuesto Gargantúa. La única regla de la Orden era ésta:
HAZ LO QUE QUIERAS
«Y era razonable, porque las gentes libres, bien nacidas y bien educadas, cuando tratan con personas honradas, sienten por naturaleza el instinto y estímulo de huir del vicio y acogerse a la virtud. Y es a esto a lo que llaman honor.
«Pero cuando las mismas gentes se ven refrenadas y constreñidas, tienden a rebelarse y romper el yugo que las abruma. Pues todos nos inclinamos siempre a buscar lo prohibido y a codiciar lo que se nos niega» (François Rabel, Garantía y Pantagruel).
HAZ LO QUE QUIERAS
«Y era razonable, porque las gentes libres, bien nacidas y bien educadas, cuando tratan con personas honradas, sienten por naturaleza el instinto y estímulo de huir del vicio y acogerse a la virtud. Y es a esto a lo que llaman honor.
«Pero cuando las mismas gentes se ven refrenadas y constreñidas, tienden a rebelarse y romper el yugo que las abruma. Pues todos nos inclinamos siempre a buscar lo prohibido y a codiciar lo que se nos niega» (François Rabel, Garantía y Pantagruel).
«La
ética humanista,
en contraste con la ética autoritaria,
puede distinguirse de ella por un criterio formal y otro material. Formalmente
se basa en el principio de que sólo el hombre por sí mismo puede determinar el
criterio sobre virtud y pecado, y no una autoridad que lo transcienda.
Materialmente se basa en el principio de que lo "bueno" es aquello
que es bueno para el hombre y "malo" lo que le es nocivo, siendo el único criterio de valor ético el
bienestar del hombre» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
«Pero,
aunque la razón basta, cuando está plenamente desarrollada y perfeccionada,
para instruirnos de las tendencias dañosas o útiles de las cualidades y de las
acciones, no basta, por sí misma, para producir la censura o la aprobación
moral. La utilidad no es más que una tendencia hacia un cierto fin; si el fin
nos fuese totalmente indiferente, sentiríamos la misma indiferencia por los
medios. Es preciso necesariamente que un sentimiento
se manifieste aquí, para hacernos preferir las tendencias útiles a las
tendencias dañinas. Ese sentimiento no puede ser más que una simpatía por la
felicidad de los hombres o un eco de su desdicha, puesto que éstos son los
diferentes fines que la virtud y el vicio tienen tendencia a la razón nos
instruye acerca de promover. Así pues, las diversas tendencias de las acciones
y la humanidad hace una distinción a favor de las tendencias útiles y
beneficiosas» (David Hume, Investigación
sobre los principios de la moral).
cap. IV DATE LA BUENA VIDA
¿Qué
pretendo decirte poniendo un «haz lo que quieras» como lema fundamental de esa
ética hacia la que vamos tanteando? Pues sencillamente (aunque luego resultará
que no es tan sencillo, me temo) que hay que dejarse de órdenes y costumbres de
premios y castigos, en una palabra de cuanto quiere dirigirte desde fuera, y
que tienes que plantearte todo este asunto desde ti mismo, desde el fuero
interno de tu voluntad. No le preguntes a nadie qué es lo que debes hacer con
tu vida: Pregúntatelo a ti mismo. Si deseas saber en qué puedes emplear mejor
tu libertad, no la pierdas poniéndote ya desde el principio al servicio de otro
o de otros, por buenos, sabios y respetables que sean: interroga sobre el uso
de tu libertad... a la libertad misma.
Claro,
como eres chico listo puede que te estés dando ya cuenta de que aquí hay una
cierta contradicción. Si te digo «haz lo que quieras»parece que te estoy dando
de todas formas una orden, «haz eso y no lo otro», aunque sea la orden de que
actúes libremente. ¡Vaya orden más complicada, cuando se la examina de cerca!
Si la cumples, la desobedeces (porque no haces lo que eres, sino lo que quiero
yo que te lo mando), si la desobedeces, la cumples (porque haces lo que tú
quieres en lugar de lo que yo te mando... ¡Pero eso es precisamente lo que te estoy
mandando!). Créeme, no pretendo meterte en un rompecabezas como los que
aparecen en la sección de pasatiempos de los periódicos. Aunque procure decirte
todo esto sonriendo para que no nos aburramos más de lo debido, el asunto es
serio: no se trata de pasar
el tiempo, sino de vivirlo
bien. La aparente contradicción que encierra ese «haz lo que quieras»no es sino
un reflejo del problema esencial de la libertad misma: a saber, que no somos
libres de no ser libres, que no tenemos más remedio que serlo. ¿Y si me dices
que ya está bien, que estás harto y que no quieres seguir siendo libre? ¿Y si
decides entregarte como esclavo al mejor postor o jurar que obedecerás en todo
y para siempre a tal o cual tirano? Pues lo harás porque quieres, en uso de tu
libertad y aunque obedezcas a otro o te dejes llevar por la masa seguirás
actuando tal como prefieres: no renunciarás a elegir, sino que habrás elegido
no elegir por ti mismo. Por eso un filósofo francés de nuestro siglo, Jean-Paul
Sartre, dijo que «estamos condenados a la libertad». Para esa condena no hay
indulto que valga...
De
modo que mi «haz lo que quieras» no es más que una forma de decirte que te
tomes en serio el problema de tu libertad, lo de que nadie puede dispensarte de
la responsabilidad creadora
de escoger tu camino. No te preguntes con demasiado morbo si «merece la pena»
todo este jaleo de la libertad, porque quieras o no eres libre, quieras o no
tienes que querer.
Aunque digas que no quieres saber nada de estos asuntos tan fastidiosos y que
te deje en paz, también estarás queriendo... queriendo no saber nada, queriendo
que te dejen en paz aun a costa de aborregarte un poco o un mucho. ¡Son las
cosas del querer, amigo mío, como dice la copla! Pero no confundamos este «haz
lo que quieras» con los caprichos
de que hemos hablado antes. Una cosa es que hagas «lo que quieras» y otra bien
distinta que hagas «lo primero que te venga en gana». No digo que en ciertas
ocasiones no pueda bastar la pura y simple gana de algo: al elegir qué vas a
comer en un restaurante, por ejemplo. Ya que afortunadamente tienes buen
estómago y no te preocupa engordar, pues venga, pide lo que te dé la gana...
Pero cuidado, que a veces con la «gana» no se gana sino que se pierde. Ejemplo
al canto.
No
sé si has leído mucho la Biblia. Está llena de cosas interesantes y no hace
falta ser muy religioso --ya sabes que yo lo soy más bien poco-- para
apreciarlas. En el primero de sus libros, el Génesis, se cuenta la historia de
Esaú y Jacob, hijos de Isaac. Eran hermanos gemelos, pero Esaú había salido
primero del vientre de su madre, lo que le concedía el derecho de
primogenitura: ser primogénito en aquellos tiempos no era cosa sin importancia,
porque significaba estar destinado a heredar todas las posesiones y privilegios
del padre. A Esaú le gustaba ir de caza y correr aventuras, mientras que Jacob
prefería quedarse en casita, preparando de vez en cuando algunas delicias
culinarias. Cierto día volvió Esaú del campo cansado y hambriento Jacob había
preparado un suculento potaje de lentejas y a su hermano, nada más llegarle el
olorcillo del guiso, se le hizo la boca agua. Le entraron muchas ganas de
comerlo y pidió a Jacob que le invitara. El hermano cocinero le dijo que con
mucho gusto pero no gratis sino a cambio del derecho de primogenitura. Esaú
pensó: «Ahora lo que me apetecen son las lentejas. Lo de heredar a mi padre
será dentro de mucho tiempo. ¡Quién sabe, a lo mejor me muero yo antes que él!»
y accedió a cambiar sus futuros derechos de primogénito por las sabrosas
lentejas del presente. ¡Debían oler estupendamente esas lentejas! Ni que decir
tiene que más tarde, ya repleta la panza, se arrepintió del mal negocio que
había hecho, lo que provocó bastantes problemas entre los hermanos (dicho sea
con el respeto debido, siempre me ha dado la impresión de que Jacob era un
pájaro de mucho cuidado). Pero si quieres saber cómo acaba la historia léete el
Génesis. Para lo que aquí nos interesa ejemplificar basta con lo que te he
contado.
Como
te veo un poco sublevado, no me extrañaría que intentaras volver esta historia
contra lo que te vengo diciendo: «¿No me recomendabas tú eso tan bonito de
"haz lo que quieras"?, pues ahí tienes: Esaú quería potaje, se empeñó
en conseguirlo y al final se quedó sin herencia. ¡Menudo éxito!» Si, claro,
pero... ¿eran esas lentejas lo que Esaú quería de veras o simplemente lo que le apetecía en
aquel momento? Después de todo, ser el primogénito era entonces una cosa muy
rentable y en cambio las lentejas ya se sabe: si quieres las tomas y si no las
dejas... Es lógico pensar que lo que Esaú quería en el fondo era la
primogenitura, un derecho destinado a mejorarle mucho la vida en un plazo más o
menos próximo. Por supuesto, también le apetecía comer potaje, pero si se
hubiese molestado en pensar un poco se habría dado cuenta de que este segundo
deseo podía esperar un rato con tal de no estropear sus posibilidades de
conseguir lo fundamental. A veces los hombres queremos cosas contradictorias
que entran en conflicto unas con otras. Es importante ser capaz de establecer prioridades
y de imponer una cierta jerarquía entre lo que de pronto me apetece y lo que en
el fondo, a la larga, quiero. Y si no, que se lo pregunten a Esaú...
En
el cuento bíblico hay un detalle importante. Lo que determina a Esaú para que
elija el potaje presente y renuncie a la herencia futura es la sombra de la
muerte o, si prefieres, el desánimo producido por la brevedad de la vida. «Como
sé que me voy a morir de todos modos y a lo mejor antes que mi padre..., ¿para
qué molestarme en dar más vueltas a lo que me conviene? ¡Ahora quiero lentejas
y mañana estaré muerto, de modo que vengan las lentejas y se acabó!» Parece
como si a Esaú la certeza de la muerte le llevase a pensar que la vida ya no vale la pena, que
todo da igual. Pero lo que hace que todo dé igual no es la vida, sino la
muerte. Fíjate: por miedo a
la muerte, Esaú decide vivir como si ya estuviese muerto y todo diese igual.
La vida está hecha de tiempo, nuestro presente está lleno de recuerdos y
esperanzas, pero Esaú vive como si para él ya no hubiese otra realidad que el
aroma de lentejas que le llega ahorita mismo a la nariz, sin ayer ni mañana.
Aún más: nuestra vida está hecha de relaciones con los demás --somos padres,
hijos, hermanos, amigos o enemigos, herederos o heredados, etc-- pero Esaú
decide que las lentejas (que son una cosa,
no una persona)
cuentan más para él que esas vinculaciones con otros que le hacen ser quien es.
Y ahora una pregunta: ¿cumple Esaú realmente lo que quiere o es que la muerte
le tiene como hipnotizado,
paralizando y estropeando su querer?
Dejemos
a Esaú con sus caprichos culinarios y sus líos de familia. Volvamos a tu caso,
que es el que aquí nos interesa. Si te digo que hagas lo que quieras, lo
primero que parece oportuno hacer es que pienses con detenimiento y a fondo qué
es lo que quieres. Sin duda te apetecen muchas cosas, a menudo contradictorias,
como le pasa a todo el mundo: quieres tener una moto pero no quieres romperte
la crisma por la carretera, quieres tener amigos pero sin perder tu
independencia, quieres tener dinero pero no quieres avasallar al prójimo para
conseguirlo, quieres saber cosas y por ello comprendes que hay que estudiar
pero también quieres divertirte, quieres que yo no te dé la lata y te deje
vivir a tu aire pero también que esté ahí para ayudarte cuando lo necesites,
etc. En una palabra, si tuvieras que resumir todo esto y poner en palabras
sinceramente tu deseo global de fondo, me dirías: «Mira, papi, lo que quiero es
darme la buena vida.»
¡Bravo! ¡Premio para el caballero ! Eso mismito es lo que yo quería
aconsejarte: cuando te dije «haz lo que quieras» lo que en el fondo pretendía
recomendarte es que te atrevieras a darte la buena vida. Y no hagas caso a los
tristes ni a los beatos, con perdón: la ética no es más que el intento racional
de averiguar cómo vivir mejor. Si merece la pena interesarse por la ética es
porque nos gusta la buena vida. Sólo quien ha nacido para esclavo o quien tiene
tanto miedo a la muerte que cree que todo da igual se dedica a las lentejas y
vive de cualquier manera...
Quieres
darte la buena vida: estupendo. Pero también quieres que esa buena vida no sea
la buena vida de una coliflor o de un escarabajo, con todo mi respeto para
ambas especies, sino una buena vida humana.
Es lo que te corresponde, creo yo. Y estoy seguro de que a ello no renunciarías
por nada del mundo. Ser humano, ya lo hemos indicado antes, consiste
principalmente en tener relaciones con los otros seres humanos. Si pudieras
tener muchísimo dinero, una casa mas suntuosa que un palacio de las mil y una
noches, las mejores ropas, los más exquisitos alimentos (¡muchísimas
lentejas!), los más sofisticados aparatos, etc., pero todo ello a costa de no
volver a ver ni a ser visto por ningún ser humano jamás ¿estarías contento?
¿Cuánto tiempo podrías vivir así sin volverte loco? ¿No es la mayor de las locuras querer
las cosas a costa de la relación con las personas? ¡Pero si precisamente la
gracia de todas esas cosas estriba en que te permiten --o parecen permitirte--
relacionarte más favorablemente con los demás! Por medio del dinero se espera
poder deslumbrar o comprar a los otros; las ropas son para gustarles o para que
nos envidien, y lo mismo la buena casa, los mejores vinos, etcétera. Y no
digamos los aparatos: el vídeo y la tele son para verles mejor, el compact para oírles mejor
y así sucesivamente. Muy pocas cosas conservan su gracia en la soledad; y si la
soledad es completa y definitiva, todas las cosas se amargan irremediablemente.
La buena vida humana es buena vida entre
seres humanos o de lo contrario puede que ser vida pero no será ni
buena ni humana. ¿Empiezas a ver por dónde voy?
Las
cosas pueden ser bonitas y útiles, los animales (por lo menos algunos) resultan
simpáticos, pero los hombres lo que queremos ser es humanos, no herramientas ni
bichos. Y queremos también ser tratados
como humanos, porque eso de la humanidad depende en buena medida de que los
unos hacemos con los otros. Me explico: el melocotón nace melocotón, el
leopardo viene ya al mundo como leopardo, pero el hombre no nace ya hombre del
todo ni nunca llega a serlo si los demás no le ayudan. ¿Por qué? Porque el
hombre no es solamente una realidad natural (como los melocotones o los
leopardos), sino también una realidad cultural.
No hay humanidad sin aprendizaje cultural y para empezar sin la base de toda
cultura (y fundamento por tanto de nuestra humanidad): el lenguaje. El mundo en el
que vivimos los humanos es un mundo lingüístico, una realidad de símbolos y
leyes sin la cual no sólo seríamos incapaces de comunicarnos entre nosotros
sino también de captar la significación
de lo que nos rodea. Pero nadie puede aprender a hablar por sí solo (como
podría aprender a comer por sí solo o a mear --con perdón-- por sí solo),
porque el lenguaje no es una función natural y biológica del hombre (aunque
tenga su base en nuestra condición biológica, claro está), sino una creación
cultural que heredamos y aprendemos de otros hombres.
Por
eso hablar a alguien y escucharle es tratarle como a una persona, por lo menos
empezar a darle un trato humano. Es sólo un primer paso, desde luego, porque la
cultura dentro de la cual nos humanizamos unos a otros parte del lenguaje pero
no es simplemente lenguaje. Hay otras formas de demostrar que nos reconocemos como humanos,
es decir, estilos de respeto y de miramientos humanizadores que tenemos unos
para con otros. Todos queremos que se nos trate así y si no, protestamos. Por
eso las chicas se quejan de que se las trate como mujeres «objeto», es decir
simples adornos o herramientas; y por eso cuando insultamos a alguien le
llamamos «¡animal!», como advirtiéndole que está rompiendo el trato debido
entre hombres y que como siga así podemos pagarle con la misma moneda. Lo más
importante de todo esto me parece lo siguiente: que la humanización (es decir, lo
que nos convierte en humanos, en lo que queremos ser) es un proceso recíproco (como el propio
lenguaje, si te das cuenta). Para que los demás puedan hacerme humano, tengo yo
que hacerles humanos a ellos; si para mí todos son como cosas o como bestias,
yo no seré mejor que una cosa o una bestia tampoco. Por eso darse la buena vida no
puede ser algo muy distinto a fin de cuentas de dar la buena vida. Piénsalo un poco, por
favor.
Más
adelante seguiremos con esta cuestión. Ahora para concluir este capítulo de
modo más relajado, te propongo que nos vayamos al cine. Podemos ver, si
quieres, una hermosísima película dirigida e interpretada por Orson Welles: Ciudadano Kane. Te la
recuerdo brevemente, Kane es un multimillonario que con pocos escrúpulos ha
reunido en su palacio de Xanadú una enorme colección de todas las cosas
hermosas y caras del mundo. Tiene de todo, sin duda, y a todos los que le
rodean les utiliza para sus fines, como simples instrumentos de su ambición. Al
final de su vida, pasea solo por los salones de su mansión, llenos de espejos
que le devuelven mil veces su propia imagen de solitario: sólo su imagen le
hace compañía. Al fin muere, murmurando una palabra: «¡Rosebud!» Un periodista
intenta adivinar el significado de este último gemido, pero no lo logra. En
realidad, «Rosebud» es el nombre escrito en un trineo con el que Kane jugaba
cuando niño, en la época en que aún vivía rodeado de afecto y devolviendo
afecto a quienes le rodeaban. Todas sus riquezas y todo el poder acumulado
sobre los otros no habían podido comprarle nada mejor que aquel recuerdo
infantil. Ese trineo, símbolo de dulces relaciones humanas, era en verdad lo
que Kane quería, la buena
vida que había sacrificado para conseguir millones de cosas que en
realidad no le servían para nada. Y sin embargo la mayoría le envidiaba...
Venga, vámonos al cine: mañana seguiremos.
Vete
leyendo...
«Y
quiso Jacob un potaje; y volviendo Esaú del campo, cansado, dijo a Jacob: Te
ruego que me des a comer de ese guiso rojo, pues estoy muy cansado.
»Y Jacob respondió: Véndeme en este día tu primogenitura.
»Entonces dijo Esaú: He aquí que yo me voy a morir; ¡para qué, pues, me servirá la primogenitura.
»Y dijo Jacob: Júramelo en este día. Y le juró, y vendió a Jacob su primogenitura.
»Entonces Jacob dio a Esaú pan y del guisado de las lentejas; y él comió y bebió, se levantó y se fue. Así menospreció Esaú la primogenitura.» (Génesis, XXV, 2779 a 34).
»Y Jacob respondió: Véndeme en este día tu primogenitura.
»Entonces dijo Esaú: He aquí que yo me voy a morir; ¡para qué, pues, me servirá la primogenitura.
»Y dijo Jacob: Júramelo en este día. Y le juró, y vendió a Jacob su primogenitura.
»Entonces Jacob dio a Esaú pan y del guisado de las lentejas; y él comió y bebió, se levantó y se fue. Así menospreció Esaú la primogenitura.» (Génesis, XXV, 2779 a 34).
«Quizá
el hombre es malo porque, durante toda la vida, está esperando morir: y así
muere mil veces en la muerte de los otros y de las cosas.
»Pues todo animal consciente de estar en peligro de muerte se vuelve loco. Loco miedoso, (loco astuto, loco malvado, loco que huye, loco servil, loco furioso, loco odiador, loco embrollador, loco asesino» (Tony Duvert, Abecedario malévolo).
»Pues todo animal consciente de estar en peligro de muerte se vuelve loco. Loco miedoso, (loco astuto, loco malvado, loco que huye, loco servil, loco furioso, loco odiador, loco embrollador, loco asesino» (Tony Duvert, Abecedario malévolo).
«Un
hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una
meditación de la muerte, sino de la vida» (Spinoza, Ética).
«Hombre
libre es el que quiere sin la arrogancia de lo arbitrario. Cree en la realidad,
es decir, en el lazo real que une la dualidad real del yo y del tú. Cree en el
Destino y cree que el Destino le necesita... Pues lo que ha de acontecer no
acontecerá si no está resuelto a querer lo que es capaz de querer» (Martin
Buber, Yo y tú).
«Ser
capaz de prestarse atención a uno mismo es requisito previo para tener la
capacidad de prestar atención a los demás; el sentirse a gusto con uno mismo es
la condición necesaria para relacionarse con otros» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
cap. V ¡DESPIERTA, BABY!
Breve resumen de lo anteriormente publicado. El cazador Esaú, convencido de que para cuatro días que va a vivir uno todo da igual, sigue el consejo de su barriga y renuncia a su derecho de primogenitura por un buen plato de lentejas (Jacob fue generoso al menos en eso y le dejó repetir dos veces). El ciudadano Kane, por su parle, se dedicó durante muchos años a vender a todas las personas para poder comprarse todas las cosas; al final de su vida reconoce que cambiaría si pudiera su almacén repleto de cosas carísimas por la única cosa humilde --un viejo trineo-- que le recordaba a cierta persona: a él mismo, antes de dedicarse a la compraventa, cuando prefería amar y ser amado que poseer o dominar.
Tanto
Esaú como Kane estaban convencidos de hacer lo
que querían, pero ninguno de ellos parece que consiguió darse una buena vida. Y sin
embargo, si se les hubiera preguntado que es lo que deseaban de veras, habrían
respondido lo mismo que tú (o que yo, claro): «Quiero darme la buena vida».
Conclusión: está bastante claro lo que queremos (darnos la buena vida), pero no
lo está tanto en que consiste eso de «la buena vida». Y es que querer la buena
vida no es un querer cualquiera, como cuando uno quiere lentejas, cuadros,
electrodomésticos o dinero. Todos estos quereres son por decirlo así simples, se fijan en un
solo aspecto de la realidad: no tienen perspectiva de conjunto. No hay nada
malo en querer lentejas cuando se tiene hambre, desde luego: pero en el mundo
hay otras cosas, otras relaciones, fidelidades debidas al pasado y esperanzas
suscitadas por lo venidero, no sé, mucho más, todo lo que se te ocurra. En una
palabra, no sólo de lentejas vive el hombre. Por conseguir sus lentejas, Esaú
sacrificó demasiados aspectos importantes de su vida, la simplificó más de lo
debido. Actuó, como ya te he dicho, bajo el peso de la inminencia de la muerte.
La muerte es una gran simplificadora: cuando estás a punto de estirar la pata
importan muy pocas cosas (la medicina que puede salvarte, el aire que aún
consiente en llenarte los pulmones una vez más...). La vida, en cambio, siempre
es complejidad y casi siempre complicaciones.
Si rehuyes toda complicación y buscas la gran simpleza (¡vengan las lentejas!)
no creas que quieres vivir más y mejor sino morirte de una vez. Y hemos dicho
que lo que realmente deseamos es la buena vida, no la pronta muerte. De modo
que Esaú no nos sirve como maestro.
También
Kane simplificaba a su modo la cuestión. A diferencia de Esaú, no era
derrochador, sino acumulador y ambicioso. Lo que quería era poder para manejar
a los hombres y dinero para comprar cosas, muchas cosas bonitas y seguramente
útiles. No tengo nada, figúrate, contra intentar conseguir dinero ni contra la
afición a las cosas hermosas o útiles. No me fío de esa gente que dice que no
se interesa por el dinero y que asegura no necesitar nada de nada. A lo mejor
estoy hecho de barro muy mal cocido, pero no me hace ninguna gracia quedarme
sin blanca y si mañana los ladrones me desvalijaran la casa y se llevaran mis
libros (temo que poco más podrían llevarse) me sentaría como un tiro. Sin
embargo, el deseo de tener más y más (dinero, cosas...) tampoco me parece del
todo sano. La verdad es que las cosas que tenemos nos tienen ellas también a
nosotros en contrapartida: lo que poseemos nos posee. Me explico. Un día, un
sabio budista le decía a su discípulo esto mismo que te estoy diciendo y el
discípulo le miraba con la misma cara rara («este tío está chalao») con la que a lo
mejor tú lees esta página. Entonces el sabio preguntó al discípulo: «¿Qué es lo
que más te gusta de esta habitación?» El avispado alumno señaló una estupenda
copa de oro y marfil que debía costar su buena pasta. «Bueno, cógela», dijo el
sabio, y el muchacho, sin esperar a que se lo dijeran dos veces, agarró firmemente
la joyita con la mano derecha. «No se te ocurra soltarla, ¿eh?», observó el
maestro con cierta guasa; y después añadió: «¿No hay ninguna otra cosa que te
guste también?» El discípulo reconoció que la bolsa llena de dinerito contante
y sonante que estaba sobre la mesa tampoco le producía repugnancia. «Pues nada,
¡a por ella!» le animó el otro. Y el chico empuñó fervorosamente la bolsa con
su mano izquierda. «Y ahora ¿qué?», preguntó al maestro con cierto nerviosismo.
Y el sabio repuso: «¡Ahora ráscate!» No había manera, claro. ¡Y mira que puede
llegar uno a necesitar rascarse cuando le pica alguna parte del cuerpo... o aun
del alma! Con las manos ocupadas, no puede uno rascarse a gusto ni hacer otros
muchos gestos. Lo que tenemos muy agarrado nos agarra también a su modo... o
sea que más vale tener cuidado con no pasarse. En cierta forma, eso es lo que
le ocurrió a Kane: tenía las manos y el alma tan ocupadas con sus posesiones
que de pronto sintió un extraño picor y no supo con qué rascarse.
La
vida es más complicada de lo que Kane suponía, porque las manos no sólo sirven
para coger sino también para rascarse o para acariciar. Pero la equivocación
fundamental de ese personaje, si el que se equivoca no soy yo, fue otra.
Obsesionado por conseguir cosas y dinero, trató a la gente como si también
fueran cosas. Consideraba que en eso consiste tener poder sobre ellas. Grave simplificación: la
mayor complejidad de la vida es precisamente ésa, que las personas no son
cosas. Al principio no encontró dificultades: las cosas se compran y se venden
y Kane compró y vendió también personas. De momento no le pareció que hubiese
gran diferencia. Las cosas Se usan mientras sirven y luego se tiran: Kane hizo
lo mismo con los que le rodeaban y se diría que todo marchaba bien. Tal como
poseía las cosas, Kane se propuso poseer personas, dominarlas, manejarlas a su
gusto. Así se portó con sus amantes, con sus amigos, con sus empleados, con sus
rivales políticos, con todo bicho viviente. Desde luego hizo mucho daño a los
demás, pero lo peor desde su punto de vista (el punto de vista de alguien que
suponemos quería darse «buena vida», ya sabes) es que se fastidió seriamente a
sí mismo. Intentaré aclararte esto porque me parece de la mayor importancia.
Desengáñate:
de una cosa --aunque sea la mejor cosa del mundo-- sólo pueden sacarse... cosas. Nadie es capaz de
dar lo que no tiene, ¿verdad?, ni mucho menos nada puede dar más de lo que es.
Las lentejas son útiles para quitar el hambree pero no ayudan a aprender
francés, por ejemplo; el dinero, por su parte, sirve para casi todo y sin
embargo no puede comprar una verdadera amistad (a fuerza de pasta se consigue
servilismo, compañía de gorrones o sexo mercenario, pero nada más). Vamos, que
un vídeo le puede prestar a otro vídeo una pieza pero no puede darle un beso...
Si los hombres fuésemos simples cosas, con lo que las cosas pueden darnos nos
bastaría. Pero ésa es la complicación de que te hablaba que como no somos puras cosas,
necesitamos «cosas» que las cosas no tienen. Cuando tratamos a los
demás como cosas, a la manera en que lo hacía Kane, lo que recibimos de ellos
son también cosas: al estrujarlos sueltan dinero, nos sirven (como si fueran
instrumentos mecánicos), salen, entran, se frotan contra nosotros o sonríen
cuando apretamos el debido botón... Pero de este modo nunca nos darán esos
dones más sutiles que sólo las personas pueden dar. No conseguiremos así ni
amistad, ni respeto, ni mucho menos amor. Ninguna cosa (ni siquiera un animal,
porque la diferencia entre su condición y la nuestra y es demasiado grande)
puede brindarnos esa amistad, respeto, amor... en resumen, esa complicidad fundamental
que sólo se da entre iguales y que a ti o a mí o a Kane, que somos personas, no
nos pueden ofrecer más que otras personas a las que tratemos como a tales. Lo
del trato es importante, porque ya hemos dicho que los humanos nos humanizamos
unos a otros. Al tratar a las personas como a personas y no como a cosas (es
decir, al tomar en cuenta lo que quieren o lo que necesitan y no sólo lo que
puedo sacar de ellas) estoy haciendo posible que me devuelvan lo que sólo una
persona puede darle a otra.
A
Kane se le olvidó este pequeño detalle y de pronto (pero demasiado tarde) se
dio cuenta de que tenía de todo salvo lo que nadie más que otra persona puede
dar: aprecio sincero o cariño espontáneo o simple compañía inteligente. Como a Kane nunca nada
pareció importarle salvo el dinero, a nadie le importaba nada de Kane salvo su
dinero. Y el gran hombre sabía, además, que era por culpa suya. A veces uno
puede tratar a los demás como a personas y no recibir más que coces, traiciones
o abusos. De acuerdo. Pero al menos contamos con el respeto de una persona, aunque no sea
más que una: nosotros mismos. Al no convertir a los otros en cosas defendemos
por lo menos nuestro derecho
a no ser cosas para los otros. Intentamos que el mundo de las personas --ese
mundo en el que unas personas tratan como tales a otras, el único en el que de
veras se puede vivir bien--
sea. Supongo que posible la desesperación del ciudadano Kane al final de su
vida no provenía simplemente de haber perdido el tierno conjunto de relaciones
humanas que tuvo en su infancia, sino de haberse empellado en perderlas y de
haber dedicado su vida entera a estropearlas. No es que no las tuviera sino que
se dio cuenta de que ya ni siquiera las merecía...
Pero
al multimillonario Kane seguro que le envidiaba muchísima gente, me dirás.
Seguro que muchos pensaban: «Ése sí que sabe vivir!» Bueno, ¿y qué? ¡Despierta
de una vez, criatura! Los demás, desde fuera, pueden envidiarle a uno y no
saber que en ese mismo momento nos estamos muriendo de cáncer. ¿Vas a preferir
darle gusto a los demás que satisfacerte a ti mismo? Kane consiguió todo lo que
había oído decir
que hace feliz a una persona: dinero, poder, influencia, servidumbre... Y
descubrió finalmente que a él, dijeran lo que dijeran, le faltaba lo
fundamental: el auténtico afecto, el auténtico respeto y aun el auténtico amor
de personas libres de personas a las que él tratara como personas y no como a
cosas. Me dirás a lo mejor que ese Kane era un poco raro, como suelen serlo los
protagonistas de las películas. Mucha gente se hubiera sentido de lo más
satisfecha viviendo en semejante palacio y con tales hijos. La mayoría, me
asegurarás en plan cínico, no se hubiera acordado del trineo «Rosebud» para
nada. A lo mejor Kane estaba chalado ... ¡mira que sentirse desgraciado con
tantas cosas como tenía! Y yo te digo que dejes a la gente en paz y que sólo
pienses en ti mismo. La buena vida que tú quieres es algo así como la de Kane.
¿Te conformas con el plato de lentejas de Esaú?
No
respondas demasiado de prisa. Precisamente la ética lo que intenta es averiguar
en qué consiste en el fondo,
más allá de lo que nos cuentan o de lo que vemos en los anuncios de la tele,
esa dichosa buena vida que nos gustaría pegarnos. A estas alturas ya sabemos
que ninguna buena vida puede prescindir de las cosas (nos hacen falta lentejas,
que tienen mucho hierro) pero aún menos puede pasarse de personas. A las cosas
hay que manejarlas como a cosas y a las personas hay que tratarlas como
personas: de este modo las cosas nos ayudarán en muchos aspectos y las personas
en uno fundamental, que ninguna cosa puede suplir, el de ser humanos. ¿Se trata de una
chaladura mía o del ciudadano Kane? A lo mejor ser humanos no es cosa
importante porque queramos o no ya lo somos sin remedio... ¡Pero se puede ser
humano-cosa o humano-humano, humano simplemente preocupado en ganarse las cosas
de la vida, todas las cosas, cuanto más cosas, mejor y humano dedicado a disfrutar de la humanidad
vivida entre personas! Par favor, no te rebajes;
deja las rebajas para los grandes almacenes, que es lo suyo.
Estoy
de acuerdo en que muchos a primera vista no le conceden demasiada importancia a
lo que estoy diciendo. ¡Son de fiar? ¿Son los más listos o simplemente los que
menos atención le prestan al asunto más importante, a su vida? Se puede ser
listo para los negocios o para la política y un solemne borrico para cosas más
serias como lo de vivir bien o no. Kane era enormemente listo en lo que se
refería al dinero y la manipulación de la gente, pero al final se dio cuenta de
que estaba equivocado en lo fundamental. Metió la pata en donde más le convenía
acertar. Te repito una palabra que me parece crucial papa este asunto: atención. No me refiero a
la atención del búho, que no habla pero se fija mucho (según el viejo chiste,
ya sabes), sino a la disposición a reflexionar sobre lo que se hace y a
intentar precisar lo mejor posible el sentido de esa «buena vida» que queremos
vivir. Sin cómodas pero peligrosas simplificaciones, procurando comprender toda
la complejidad del asunto este de vivir (me refiero a vivir humanamente), que se las
trae.
Yo
creo que la primera e indispensable condición ética es la de estar decididos a
vivir de cualquier modo: estar convencido de que no todo da igual aunque antes
o después vayamos a morirnos. Cuando se habla de «moral» la gente suele
referirse a esas órdenes y costumbres que suelen respetarse por lo menos
aparentemente y a veces sin saber muy bien por qué. Pero quizá el verdadero
intríngulis no esté en someterse a un código o en llevar la contraria a lo
establecido (que es también someterse a un código, pero al revés) sino en intentar
comprender.
Comprender por qué ciertos comportamientos nos convienen y otros no, comprender
de qué va la vida y qué es lo que puede hacerla «buena» para nosotros los
humanos. Ante todo, nada de contentarse con ser
tenido por bueno, con quedar
bien ante los demás, con que nos den aprobado... Desde luego, para ello será
preciso no sólo fijarse en plan búho o con timorata obediencia de robot, sino
también hablar con los demás, dar razones y escucharlas. Pero el esfuerzo de
tomar la decisión tiene que hacerlo cada cual en solitario: nadie puede ser libre por ti.
De
momento te dejo dos cuestiones para que vayas rumiando. La primera es ésta:
¿por qué está mal
lo que está mal? Y la segunda es todavía más bonita: ¿en qué consiste lo de
tratar a las personas como a personas? Si sigues teniendo paciencia conmigo, intentaremos
empezar a responder en los dos próximos capítulos.
Vete
leyendo...
«Es
la debilidad del hombre lo que le hace sociable; son nuestras comunes miserias
las que inclinan nuestros corazones a la humanidad; si no fuésemos hombres, no
le deberíamos nada. Todo apego es un signo de insuficiencia: si cada uno de
nosotros no tuviese ninguna necesidad de los demás, ni siquiera pensaría en
unirse a ellos. Así de nuestra misma deficiencia nace nuestra frágil dicha. Un
ser verdaderamente feliz es un ser solitario: sólo Dios goza de una felicidad
absoluta; pero ¿quién de nosotros tiene idea de cosa semejante? Si alguien
imperfecto pudiese bastarse a sí mismo, ¿de qué gozaría, según nosotros?
Estaría solo, sería desdichado. Yo no concibo que quien no tiene necesidad de
nada pueda amar algo: y no concibo que quien no ame nada pueda ser feliz»
(Jean-Jacques Rousseau, Emilio).
«En
efecto, por lo que respecta a aquellos cuya atareada pobreza ha usurpado el
nombre de riqueza, tienen su riqueza como nosotros decimos que tenemos fiebre,
siendo así que es ella la que nos tiene cogidos,, (Séneca, Cartas a Lucilio).
«Como
la razón no exige nada que sea contrario a la naturaleza, exige, por
consiguiente, que cada cual se ame a sí mismo, busque su utilidad propia --lo que
realmente le sea útil--, apetezca todo aquello que conduce realmente al hombre
a una perfección mayor y, en términos absolutos, que cada cual se esfuerce
cuanto está en su mano por conservar su ser (...). Y así, nada es más útil al
hombre que el hombre; quiero decir que nada pueden desear los hombres que sea
mejor para la conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas,
de suerte que las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como
un solo cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su
ser, y buscando todos a una la común utilidad, de donde se sigue que los
hombres que se guían por la razón, es decir, los hombres que buscan su utilidad
bajo la guía de la razón, no apetecen para sí nada que no deseen para los demás
hombres, y, por ello, son justos, dignos de confianza y honestos» (Spinoza, Ética).
cap. VI APARECE PEPITO GRILLO
¿Sabes
cuál es la única obligación
que tenemos en esta vida? Pues no ser imbéciles. La palabra «imbécil» es más
sustanciosa de lo que parece, no te vayas a creer. Viene del latín baculus que significa
«bastón»: el imbécil es el que necesita bastón para caminar. Que no se enfaden
con nosotros los cojos ni los ancianitos, porque el bastón al que nos referimos
no es el que se usa muy legítimamente para ayudar a sostenerse y dar pasitos a
un cuerpo quebrantado por algún accidente o por la edad. El imbécil puede ser
todo lo ágil que se quiera y dar brincos como una gacela olímpica, no se trata
de eso. Si el imbécil cojea no es de los pies, sino del ánimo: es su espíritu
el debilucho y cojitranco, aunque su cuerpo pegue unas volteretas de órdago.
Hay imbéciles de varios modelos, a elegir:
a)
El que cree que no quiere nada, el que dice que todo le da igual, el que vive
en un perpetuo bostezo o en siesta permanente, aunque tenga los ojos abiertos y
no ronque.
b)
El que cree que lo quiere lodo, lo primero que se le presenta y lo contrario de
lo que se le presenta: marcharse y quedarse, bailar y estar sentado, masticar
ajos y dar besos sublimes, todo a la vez.
c)
El que no sabe lo que quiere ni se molesta en averiguarlo. Imita los quereres
de sus vecinos o les lleva la contraria porque sí, todo lo que hace está
dictado por la opinión mayoritaria de los que le rodean: es conformista sin
reflexión o rebelde sin causa.
d)
El que sabe que quiere y sabe lo que quiere y, más o menos, sabe por qué lo
quiere pero lo quiere flojito, con miedo o con poca fuerza. A fin de cuentas,
termina siempre haciendo lo que no quiere y dejando lo que quiere para mañana,
a ver si entonces se encuentra más entonado.
e)
El que quiere con fuerza y ferocidad, en plan bárbaro, pero se ha engañado a sí
mismo sobre lo que es la realidad, se despista enormemente y termina
confundiendo la buena vida con aquello que va a hacerle polvo.
Todos
estos tipos de imbecilidad necesitan bastón, es decir, necesitan apoyarse en
cosas de fuera, ajenas, que no tienen nada que ver con la libertad y la
reflexión propias. Siento decirte que los imbéciles suelen acabar bastante mal,
crea lo que crea la opinión vulgar. Cuando digo que «acaban mal» no me refiero
a que terminen en la cárcel o fulminados por un rayo (eso sólo suele pasar en
las películas), sino que te aviso de que suelen fastidiarse a sí mismos y nunca
logran vivir la buena vida esa que tanto nos apetece a ti y a mí. Y todavía
siento más tener que informarte qué síntomas de imbecilidad solemos tener casi
todos; vamos, por lo menos yo me los encuentro un día sí y otro también, ojalá
a ti te vaya mejor en el intento... Conclusión: ¡alerta! ¡en guardia!, ¡la
imbecilidad acecha y no perdona!
Por
favor, no vayas a confundir la imbecilidad de la que te hablo con lo que a
menudo se llama ser «imbécil», es decir, ser tonto, saber pocas cosas, no
entender la trigonometría o ser incapaz de aprenderse el subjuntivo del verbo
francés aimer.
Uno puede ser imbécil para las matemáticas (¡mea
culpa!) y no serlo para la moral, es decir, para la buena vida. Y
al revés: los hay que son linces para los negocios y unos perfectos cretinos
para cuestiones de ética. Seguro que el mundo está lleno de premios Nobel,
listísimos en lo suyo, pero que van dando tropezones y bastonazos en la
cuestión que aquí nos preocupa. Desde luego, para evitar la imbecilidad en
cualquier campo es preciso prestar atención, como ya hemos dicho en el capítulo
anterior, y esforzarse todo lo posible por aprender. En estos requisitos
coinciden la física o la arqueología la ética. Pero el negocio de vivir bien no
es lo mismo que el de saber cuánto son dos y dos. Saber cuánto son dos y dos es
cosa preciosa, sin duda, pero al imbécil moral no es esa sabiduría la que puede
librarle del gran batacazo. Por cierto, ahora que lo pienso... ¿cuánto son dos
y dos?
Lo
contrario de ser moralmente imbécil es tener conciencia.
Pero la conciencia no es algo que le toque a uno en una tómbola ni que nos
caiga del cielo. Por supuesto, hay que reconocer que ciertas personas tienen
desde pequeñas mejor «oído» ético que otras y un «buen gusto» moral espontáneo,
pero este, «oído» y ese «buen gusto» pueden afirmarse y desarrollarse con la
práctica (lo mismo que el oído musical y el buen gusto estético). ¿Y si alguien
carece en absoluto de semejante «oído» o «buen gusto» en cuestiones de bien
vivir? Pues, chico, mal remedio le veo a su caso. Uno puede dar muchas razones
estéticas, basadas en la historia, la armonía de formas y colores, en lo que
quieras, para justificar que un cuadro de Velázquez tiene mayor mérito
artístico que un cromo de las tortugas Ninja. Pero si después de mucho hablar
alguien dice que prefiere el cromito a Las
Meninas no sé cómo vamos a arreglárnoslas para sacarle de su error.
Del mismo modo, si alguien no ve malicia ninguna en matar a martillazos a un
niño para robarle el chupete, me temo que nos quedaremos roncos antes de lograr
convencerle...
Bueno,
admito que para lograr tener conciencia hacen falta algunas cualidades innatas,
como para apreciar la música o disfrutar con el arte. Y supongo que también
serán favorables ciertos requisitos sociales y económicos pues a quien se ha
visto desde la cuna privado de lo humanamente más necesario es difícil exigirle
la misma facilidad para comprender lo de la buena vida que a los que tuvieron
mejor suerte. Si nadie te trata como humano, no es raro que vayas a lo
bestia... Pero una vez concedido ese mínimo, creo que el resto depende de la
atención y esfuerzo de cada cual. ¿En qué consiste esa conciencia que nos
curará de la imbecilidad moral? Fundamentalmente en los siguientes rasgos:
a)
Saber que no todo da igual porque queremos realmente vivir y además vivir bien,
humanamente
bien.
b)
Estar dispuestos a fijarnos
en si lo que hacemos corresponde a lo que de veras queremos o no.
c)
A base de práctica, ir desarrollando el buen
gusto moral de tal modo que haya ciertas cosas que nos repugne espontáneamente
hacer (por ejemplo, que le dé a uno «asco» mentir como nos da asco por lo
general mear en la sopera de la que vamos a servirnos de inmediato.
d)
Renunciar a buscar coartadas que disimulen que somos libres y por tanto
razonablemente responsables
de las consecuencias de nuestros actos.
Como
verás, no invoco en estos rasgos descriptivos motivo diferente para preferir lo
de aquí a lo de allá, la conciencia a la imbecilidad, que tu propio provecho.
Por qué está mal
lo que llamamos «malo»? Porque no le deja a uno vivir la buena vida que
queremos. ¿Resulta pues que hay que evitar el mal por una especie de egoísmo?
Ni más ni menos. Por lo general la palabra «egoísmo»
suele tener mala prensa: se llama «egoísta» a quien sólo piensa en sí mismo y
no se preocupa por los demás, hasta el punto de fastidiarles tranquilamente si
con ello obtiene algún beneficio. En este sentido diríamos que el ciudadano
Kane era un «egoísta» o también Calígula, aquel emperador romano capaz de
cometer cualquier crimen por satisfacer el más simple de sus caprichos. Estos
personajes y otros parecidos suelen ser considerados egoístas (incluso monstruosamente egoístas)
y desde luego no se distinguen por lo exquisito de su conciencia ética ni por
su empeño en evitar hacer el mal...
De
acuerdo, pero ¿son tan egoístas como parece estos llamados «egoístas»? ¿Quién
es el verdadero egoísta? Es decir: ¿quién puede ser egoísta sin ser imbécil? La
respuesta me parece obvia: el que quiere
lo mejor para sí mismo. Y ¿qué es lo mejor? Pues eso que hemos
llamado «buena vida». ¿Se dio una buena vida Kane? Si hemos de creer lo que nos
cuenta Orson Welles no parece. Se empeñó en tratar a las personas como si
fueran cosas y de este modo se quedó sin los regalos humanamente más
apetecibles de la vida, como el cariño sincero de los otros o su amistad sin
cálculo. Y Calígula, no digamos. ¡Vaya vida que se infligió el pobre chico! Los
únicos sentimientos sinceros que consiguió despertar en su prójimo fueron el
terror y el odio. ¡Hay que ser imbécil, moralmente imbécil, para suponer que es
mejor vivir rodeado de pánico y crueldad que entre amor y agradecimiento! Para
concluir, al despistado de Calígula se lo cargaron sus propios guardias, claro:
¡menuda birria de egoísta estaba hecho si lo que quiso es darse la buena vida a
base de fechorías! Si hubiera pensado de veras en sí mismo (es decir, si
hubiese tenido conciencia) se habría dado cuenta de que los humanos necesitamos
para vivir bien algo que sólo los otros humanos pueden darnos si nos lo ganamos
pero que es imposible de robar
por la fuerza o los engaños. Cuando se roba, ese algo (respeto, amistad, amor)
pierde todo su buen gusto y a la larga se convierte en veneno. Los «egoístas»
del tipo de Kane o Calígula se parecen a esos concursantes del Un, dos, tres o de El precio justo que
quieren conseguir el premio mayor pero se equivocan y piden la calabaza que no
vale nada...
Sólo
deberíamos llamar egoísta consecuente al que sabe de verdad lo que le conviene
para vivir bien y se esfuerza por conseguirlo. El que se harta de todo lo que
le sienta mal (odio, caprichos criminales, lentejas compradas a precio de
lágrimas, etc.) en el fondo quisiera ser egoísta pero no sabe. Pertenece al
gremio de los imbéciles y habría que recetarle un poco de conciencia para que
se amase mejor a sí mismo. Porque el pobrecillo (aunque sea un pobrecillo
millonario o un pobrecillo emperador) cree que se ama a sí mismo pero se fija
tan poco en lo que de veras le conviene que termina portándose como si fuese su
peor enemigo. Así lo reconoce un célebre villano de la literatura universal, el
Ricardo III de Shakespeare en la tragedia de ese mismo título. Para llegar a
convertirse en rey, el conde de Gloucester (que finalmente será coronado como
Ricardo III) elimina a todos los parientes varones que se interponen entre el
trono y él, incluyendo hasta niños. Gloucester ha nacido muy listo, pero
contrahecho, lo que ha sido un constante sufrimiento para su amor propio;
supone que el poder real compensará en cierto modo su joroba y su pierna renga,
logrando así inspirar el respeto
que no consigue por medio de su aspecto físico. En el fondo, Gloucester quiere ser amado, se siente
aislado por su malformación y cree que el afecto puede imponerse a los demás...
¡a la fuerza, por medio del poder! Fracasa, claro está: consigue el trono, pero
no inspira a nadie cariño sino horror y después odio. Y lo peor de todo es que
él mismo, que había cometido todos sus crímenes por amor propio desesperado,
siente ahora horror y odio por sí mismo: ¡no sólo no ha ganado ningún nuevo
amigo sino que ha perdido el único amor que creía seguro! Es entonces cuando
pronuncia el espantoso y profético diagnóstico de su caso clínico: «Me lanzaré
con negra desesperación contra mi alma y acabaré convertido en enemigo de mí
mismo.»
¿Por
qué termina Gloucester vuelto un «enemigo de sí mismo»? ¡Acaso no ha conseguido
lo que quería, el trono? Sí, pero al precio de estropear su verdadera
posibilidad de ser amado y respetado por el resto de sus compañeros humanos. Un
trono no concede automáticamente ni amor ni respeto verdadero: sólo garantiza
adulación temor y servilismo. Sobre todo cuando se consigue por medio de
fechorías, como en el caso de Ricardo III. En vez de compensar de algún modo su
deformación física Gloucester se deforma también por dentro. Ni de su joroba ni de su cojera
tenía él la culpa, por lo que no había razón para avergonzarse de esas
casualidades infortunadas: los que se rieran de él o le despreciaran por ellas
son quienes hubieran debido avergonzarse. Por fuera los demás le veían
contrahecho, pero él por dentro podía haberse sabido inteligente, generoso y
digno de afecto; si se hubiera amado de verdad a sí mismo, debería haber
intentado exteriorizar por medio de su conducta ese interior limpio y recto, su
verdadero yo. Por el contrario, sus crímenes le convierten ante sus propios
ojos (cuando se mira a sí mismo por dentro, allí donde nadie más que él es
testigo) en un monstruo más repugnante que cualquier contrahecho físico. ¿Por
qué? Porque de sus jorobas y cojeras morales es él mismo responsable, a
diferencia de las otras que eran azares de la naturaleza. La corona manchada de
traición y de sangre no le hace más amable,
ni mucho menos: ahora se sabe menos digno de amor que nunca y ni él mismo se
quiere ya. ¿Llamaremos «egoísta» a alguien que se hace tanta pupa a sí mismo?
En
el párrafo anterior he utilizado unas palabras severas que quizá no se te hayan
escapado (si se te han escapado, mala suerte): palabras como «culpa» o
«responsable». Suenan a lo que habitualmente se relaciona con la conciencia,
¿no?, lo de Pepito Grillo y demás. No me ha faltado más que mencionar el mas
«feo» de esos títulos: remordimiento.
Sin duda lo que amarga la existencia a Gloucester y no le deja disfrutar de su
trono ni de su poder son ante todo los remordimientos de su conciencia. Y ahora
yo te pregunto: ¿sabes de dónde vienen los remordimientos? En algunos casos, me
dirás, son reflejos íntimos del miedo
que sentimos ante el castigo que puede merecer --en este mundo o en otro
después de la muerte, si es que lo hay-- nuestro mal comportamiento. Pero
supongamos que Gloucester no tiene miedo a la venganza justiciera de los
hombres y no cree que haya ningún Dios dispuesto a condenarle al fuego eterno
por sus fechorías. Y, sin embargo, sigue desazonado por los remordimientos...
Fíjate: uno puede lamentar haber obrado mal aunque
esté razonablemente seguro de que nada ni nadie va a tomar represalias contra
él. Y es que, al actuar mal y darnos cuenta de ello comprendemos
que ya estamos siendo castigados, que nos hemos estropeado a nosotros mismos --poco o mucho--
voluntariamente. No hay peor castigo que darse cuenta de que uno está
boicoteando con sus actos lo que en realidad quiere ser...
¿Que
de dónde vienen los remordimientos? Para mí está muy claro: de nuestra libertad. Si no fuésemos
libres, no podríamos sentirnos culpables (ni orgullosos, claro) de nada y
evitaríamos los remordimientos. Por eso cuando sabemos que hemos hecho algo
vergonzoso procuramos asegurar que no tuvimos otro remedio que obrar así, que
no pudimos elegir: «yo cumplí órdenes de mis superiores», «vi que todo el mundo
hacía lo mismo», «perdí la cabeza», «es más fuerte que yo», «no me di cuenta de
lo que hacía», etcétera. Del mismo modo el niño pequeño, cuando se cae al suelo
y se rompe el tarro de mermelada que intentaba coger de lo alto de la
estantería, grita lloroso: «¡Yo no he sido!» Lo grita precisamente porque sabe que ha sido él; si no
fuera así, ni se molestaría en decir nada y quizá hasta se riese y todo. En
cambio, si ha dibujado algo muy bonito en seguida proclamará: «¡Lo he hecho yo
solito, nadie me ha ayudado!» Del mismo modo, ya mayores, queremos siempre ser
libres para atribuirnos el mérito de lo que logramos pero preferimos
confesarnos «esclavos de las circunstancias» cuando nuestros actos no son
precisamente gloriosos.
Despachemos
con viento fresco al pelmazo de Pepito Grillo: la verdad es que me ha resultado
siempre tan poco simpático como aquel otro insecto detestable, la hormiga de la
fábula que deja a la locuela cigarra sin comida ni cobijo en invierno sólo para
darle una lección, la muy grosera. De lo que se trata es de tomarse en serio la
libertad, o sea de ser responsable.
Y lo serio de la libertad es que tiene efectos
indudables, que no se pueden borrar a conveniencia una vez producidos. Soy
libre de comerme o no comerme el pastel que tengo delante; pero una vez que me
lo he comido, ya no soy libre de tenerlo delante o no. Te pongo otro ejemplo,
éste de Aristóteles (ya sabes, aquel viejo griego del barco en la tormenta): si
tengo una piedra en la mano, soy libre de conservarla o de tirarla, pero si la
tiro a lo lejos ya no puedo ordenarle que vuelva para seguir teniéndola en la
mano. Y si con ella le parto la crisma a alguien... pues tú me dirás. Lo serio
de la libertad es que cada acto libre que hago limita mis posibilidades al
elegir y realizar una de ellas. Y no vale la trampa de esperar a ver si el
resultado es bueno o malo antes de asumir si soy o no su responsable. Quizá
pueda engañar al observador de fuera, como pretende el niño que dice «¡yo no he
sido!», pero a mí mismo nunca me puedo engañar del todo. Pregúntaselo a
Gloucester... ¡o a Pinocho!
De
modo que lo que llamamos «remordimiento» no es más que el descontento que
sentimos con nosotros mismos cuando hemos empleado mal la libertad, es decir,
cuando la hemos utilizado en contradicción con lo que de veras queremos como
seres humanos. Y Ser responsable es saberse auténticamente libre, para bien y
para mal: apechugar con las consecuencias de lo que hemos hecho, enmendar lo
malo que pueda enmendarse y aprovechar al máximo lo bueno. A diferencia del
niño malcriado y cobarde, el responsable siempre está dispuesto a responder de sus actos:
«¡Sí, he sido yo!» El mundo que nos rodea, si te fijas, está lleno de ofrecimiento
para descargar al sujeto del peso de su responsabilidad. La culpa de lo malo
que sucede parece ser de las circunstancias, de la sociedad en la que vivimos,
del sistema capitalista, del carácter que tengo (¡es que yo soy así!), de que
no me educaron bien (o me mimaron demasiado), de los anuncios de la tele, de las tentaciones
que se ofrecen en los escaparates, de los ejemplos irresistibles y
perniciosos... Acabo de usar la palabra clave de estas justificaciones: irresistible. Todos los
que quieren dimitir de su responsabilidad creen en lo irresistible, aquello que
avasalla sin remedio, sea propaganda, droga, apetito, soborno, amenaza, forma
de ser... lo que salte. En cuanto aparece lo irresistible, ¡zas!, deja a uno de
ser libre y se convierte en marioneta a la que no Se le deben pedir cuentas.
Los partidarios del autoritarismo creen firmemente en lo irresistible y
sostienen que es necesario prohibir todo lo que puede resultar avasallador:
¡una vez que la policía haya acabado con todas las tentaciones, ya no habrá más
delitos ni pecados! Tampoco habrá ya libertad, claro, pero el que algo quiere,
algo le cuesta... Además ¡qué gran alivio, saber que si todavía queda por ahí
alguna tentación suelta la responsabilidad de lo que pase es de quien no lo prohibió
a tiempo y no de quien cede a ella!
¡Y
si yo te dijera que lo «irresistible» no es más que una superstición, inventada
por los que le tienen miedo a la libertad? ¿Que todas las instituciones y
teorías que nos ofrecen disculpas para la responsabilidad no nos quieren ver
más contentos sino sabernos más esclavos. Que quien espera a que todo en el
mundo sea como es debido para empezar a portarse él mismo como es debido ha
nacido para mentecato, para bribón o para las dos cosas, que también suele
pasar? ¿Que por muchas prohibiciones que se nos impongan y muchos policías que
nos vigilen siempre podremos obrar mal --es decir, contra nosotros mismos-- si queremos? Pues te lo digo,
te lo digo con toda la convicción del mundo.
Un
gran poeta y narrador argentino, Jorge Luis Borges, hace al principio de uno de
sus cuentos la siguiente reflexión sobre cierto antepasado suyo: «Le tocaron,
como a todos los hombres malos tiempos en que vivir.» En efecto, nadie ha vivido nunca en
tiempos completamente favorables, en los que resulte sencillo ser hombre y
llevar una buena vida. Siempre ha habido violencia, rapiña, cobardía,
imbecilidad (moral y de la otra), mentiras aceptadas como verdades porque son
agradables de oír... A nadie se le regala
la buena vida humana ni nadie consigue lo conveniente para él sin coraje y sin
esfuerzo: por eso virtud
deriva etimológicamente de vir, la fuerza viril del guerrero que se impone en
el combate contra la mayoría. ¿Te parece un auténtico fastidio? Pues pide el
libro de reclamaciones... Lo único que puedo garantizarte es que nunca se ha
vivido en Jauja y que la decisión de vivir bien la tiene que tomar cada cual
respecto a sí mismo, día a día sin esperar a que la estadística le sea
favorable o el resto del universo se lo pida por Favor.
El
meollo de la responsabilidad, por si te interesa saberlo, no consiste
simplemente en tener la gallardía o la honradez de asumir las propias meteduras
de pata sin buscar excusas a derecha e izquierda. El tipo responsable es;
consciente de lo real
de su libertad. Y empleo «real» en el doble sentido de «auténtico» o
«verdadero» pero también de «propio de un rey»: el que toma decisiones sin que
nadie por encima suyo le dé órdenes. Responsabilidad es saber que cada uno de
mis actos me va construyendo, me va definiendo, me va inventando. Al elegir lo
que quiero hacer voy transformándome
poco a poco. Todas mis decisiones dejan huella en mí mismo antes de dejarla en
el mundo que me rodea. Y claro, una vez empleada mi libertad en irme haciendo
un rostro ya no puedo quejarme o asustarme de lo que veo en el espejo cuando me
miro... Si obro bien cada vez me será más difícil obrar mal (y al revés, por
desgracia): por eso lo ideal es ir cogiendo el vicio... de vivir bien. Cuando
al protagonista de la película del oeste le dan la oportunidad de que dispare
al villano por la espalda y él dice: «Yo no puedo
hacer eso», todos entendemos lo que quiere decir. Disparar, lo que se dice
disparar sí que podría, pero no tiene semejante costumbre. ¡Por algo es el
«bueno» de la historia! Quiere seguir siendo fiel al tipo que ha elegido ser,
al tipo que se ha fabricado libremente desde tiempo atrás.
Perdona
si este capítulo me ha salido demasiado largo pero es que me he entusiasmado un
poco y además ¡tengo tantas cosas que decirte! Lo dejaremos aquí y cogeremos
fuerzas, porque mañana me propongo hablarte de en qué consiste eso de tratar a
las personas como a personas, es decir con realismo o, si prefieres: con
bondad.
Vete
leyendo...
«¡Oh,
cobarde conciencia, cómo me afliges!... ¡La luz despide resplandores
azulencos!... ¡Es la hora de la medianoche mortal!... ¡Un sudor frío empapa mis
temblorosas carnes!... ¡Cómo! ¡Tengo miedo de mí mismo?... Aquí no hay nadie...
Ricardo ama a Ricardo... Eso es; yo soy yo... ¡Hay aquí algún asesino?... No...
¡Sí!... ¡Yo!... ¡Huyamos, pues!... ¡Cómo! ¿De mí mismo?... ¡Valiente razón!...
¿Por qué?... ¡Del miedo a la venganza! ¡Cómo! ¡De mí mismo contra mí mismo?
¡Ay! ¡Yo me amo! ¿Por qué causa? ¿Por el escaso bien que me he hecho a mí
mismo? ¡Oh, no! ¡Ay de mí!... ¡Más bien debería odiarme por las infames
acciones que he cometido! ¡Soy un miserable! Pero miento: eso no es verdad...
¡Loco, habla bien de ti! ¡Loco, no te adules! ¡Mi conciencia tiene millares de
lenguas, y cada lengua repite su historia particular, y cada historia me
condena como un miserable! ¡El perjurio. el perjurio en el más alto grado! ¡El
asesinato, el horrendo asesinato hasta el más feroz extremo! Todos los crímenes
diversos, todos cometidos bajo todas las formas, acuden a acusarme, gritando
todos: ¡Culpable! ¡Culpable!... ¡Me desesperaré! ¡No hay criatura humana que me
ame! ¡Y si muero, ningún alma tendrá piedad de mí!... ¿Y por qué había de
tenerla? ¡Si yo mismo no he tenido piedad de mí!» (William
Shakespeare, La tragedia de
Ricardo III)
«"No hagas a los otros lo que no quieras
que te hagan a ti" es uno de los principios más fundamentales
de la ética. Pero es igualmente justificado afirmar: todo lo que hagas a otros te lo haces
también ti mismo» (Erich Fromm, Ética
y psicoanálisis).
«Todos,
cuando favorecen a otros, se favorecen a sí mismos; y no me refiero al hecho de
que el socorrido querrá socorrer y el defendido proteger, o que el buen ejemplo
retorna, describiendo un círculo, hacia el que lo da --como los malos ejemplos
recaen sobre sus autores, y ninguna piedad alcanza a aquellos que padecen
injurias después de haber demostrado con sus actos que podían hacerse--, sino a
que el valor de toda virtud radica en ella misma, ya que no se practica en
orden al premio: la recompensa de la acción virtuosa es haberla realizado«
(Séneca, Cartas a Lucilio)
cap. VII PONTE EN SU LUGAR
Robinson
Crusoe pasea por una de las playas de la isla en la que una inoportuna tormenta
con su correspondiente naufragio le ha confinado. Lleva su loro al hombro y se
protege del sol gracias a la sombrilla fabricada con hojas de palmera que le
tiene justificadamente orgulloso de su habilidad. Piensa que, dadas las
circunstancias, no se puede decir que se las haya arreglado del todo mal. Ahora
tiene un refugio en el que guarecerse de las inclemencias del tiempo y del
asalto de las fieras, sabe dónde conseguir alimento y bebida, tiene vestidos
que le abriguen y que él mismo se ha hecho con elementos naturales de la isla,
los dóciles servicios de un rebañito de cabras, etc. En fin, que sabe cómo
arreglárselas para llevar más o menos su buena vida de naufrago solitario.
Sigue paseando Robinson y está tan contento de sí mismo que por un momento le
parece que no echa nada de menos. De pronto, se detiene con sobresalto. Allí,
en la arena blanca, se dibuja una marca que va a revolucionar' toda su pacífica
existencia: la huella de un pie humano.
¿De
quién será? ¿Amigo o enemigo? ¿Quizá un enemigo al que puede convertir en
amigo? ¿Hombre o mujer? ¿Cómo se entenderá con él o ella? ¿Qué trato le dará? Robinson
está ya acostumbrado a hacerse preguntas desde que llegó a la isla y a resolver
los problemas del modo más ingenioso posible: ¿qué comeré? ¿dónde me refugiaré?
¿cómo me protegeré del sol? Pero ahora la situación no es igual porque ya no
tiene que vérselas con acontecimientos naturales, como el hambre o la lluvia,
ni con fieras salvajes, sino con otro ser humano: es decir, con otro Robinson o
con otros Robinsones y Robinsonas. Ante los elementos o las bestias, Robinson ha
podido comportarse sin atender a nada más que a su necesidad de supervivencia.
Se trataba de ver si podía con ellos o ellos podían con él, sin otras
complicaciones. Pero ante seres humanos la cosa ya no es tan simple. Debe
sobrevivir, desde luego, pero ya no de
cualquier modo. Si Robinson se ha convertido en una fiera como las
demás que rondan por la selva, a causa de su soledad y SU desventura, no se
preocupará más que de si el desconocido causante de la huella es un enemigo a
eliminar o una presa a devorar. Pero si aún quiere seguir siendo un hombre...
Entonces se las va a ver no ya con una presa o un simple enemigo, sino con un
rival o un posible compañero; en cualquier caso, es con un semejante.
Mientras
está solo Robinson se enfrenta a cuestiones técnicas, mecánicas, higiénicas,
incluso científicas, si me apuras. De lo que se trata es de salvar la vida, en un
medio hostil y desconocido. Pero cuando encuentra la huella de Viernes en la
arena de la playa empiezan sus problemas éticos.
Ya no se trata solamente de sobrevivir, como una fiera alcachofa, perdido en la
naturaleza; ahora tiene que empezar a vivir
humanamente, es decir, con otros o contra otros hombres, pero entre hombres. Lo que hace
«humana» a la vida es el transcurrir en compañía de humanos, hablando con
ellos, pactando y mintiendo, siendo respetado o traicionado, amando haciendo
proyectos y recordando el pasado, desafiándose, organizando juntos las cosas
comunes, jugando, intercambiando símbolos... La ética no se ocupa de cómo
alimentarse mejor o de cuál es la manera más recomendable de protegerse del
frío ni de qué hay que hacer para vadear un río sin ahogarse, cuestiones todas
ellas sin duda muy importantes para sobrevivir en determinadas circunstancias;
lo que a la ética le interesa, lo que constituye su especialidad, es cómo vivir bien la vida
humana, la vida que transcurre entre humanos. Si uno no sabe cómo arreglárselas
para sobrevivir en los peligros naturales, pierde la vida, lo cual sin duda es
un fastidio grande; pero si uno no tiene ni idea de ética, lo que pierde o
malgasta es lo humano de su vida y eso no tiene ninguna gracia, francamente,
tampoco.
Antes
te dije que la huella en la arena anunció a Robinson la proximidad
comprometedora de un semejante.
Pero vamos a ver, ¿hasta qué punto era Viernes semejante a Robinson? Por un
lado, un europeo del siglo XVII, poseedor de los conocimientos científicos más
avanzados de su época, educado en la religión cristiana, familiarizado con los
mitos homéricos y con la imprenta; por otro, un salvaje caníbal de los mares
del Sur, sin más cultura que la tradición oral de su tribu, creyente en una
religión politeísta y desconocedor de la existencia de las grandes ciudades
contemporáneas como Londres o Amsterdam. Todo era diferente del uno al otro:
color de la piel, aficiones culinarias, entretenimientos... Seguro que por las
noches ni siquiera sus sueños tenían nada en común. Y sin embargo, pese a
tantas diferencias, también había entre ellos rasgos fundamentalmente
parecidos, semejanzas esenciales que Robinson no compartía con ningún árbol o
manantial de la tierra ni con ninguna isla. Para empezar, ambos hablaban, aunque fuese en
lenguas muy distintas. El mundo estaba hecho para ellos de símbolos y de
relaciones entre símbolos, no de puras cosas sin nombre. Y tanto Robinson como
Viernes eran capaces de valorar
los comportamientos, de saber que uno puede hacer ciertas cosas que están
«bien» y otras que son por el contrario «malas». A primera vista, lo que ambos
consideraban «bueno» y «malo» no era ni mucho menos igual, porque sus
valoraciones concretas provenían de culturas muy lejanas: el canibalismo, sin
ir más lejos, era una costumbre razonable y aceptada para Viernes, mientras que
a Robinson --como a ti, supongo, por tragaldabas que seas-- le merecía el más
profundo de los horrores. Y a pesar de ello los dos coincidían en suponer que
hay criterios
destinados a justificar qué es aceptable y qué es horroroso. Aunque tuvieran
posiciones muy distintas desde las que discutir, podían llegar a discutir y comprender de qué
estaban discutiendo. Ya es bastante más de lo que se suele hacer con un tiburón
o con una avalancha de rocas, ¿no?
Todo
eso está muy bien, me dirás, pero lo cierto es que por muy semejantes que sean
los hombres no está claro de antemano cuál sea la mejor manera de comportarse
respecto a ellos. Si la huella en la arena que encuentra Robinson pertenece a
un miembro de la tribu de caníbales que pretende comérselo estofado, su actitud
ante el desconocido no deberá ser la misma que si se trata del grumete del
barco que viene por fin a rescatarle. Precisamente porque los otros hombres se
me parecen mucho pueden resultarme más peligrosos
que cualquier animal feroz o que un terremoto. No hay peor enemigo que un
enemigo inteligente, capaz de hacer planes minuciosos, de tender trampas o de
engañarme de mil maneras. Quizá entonces lo mejor sea tomarles la delantera y
ser uno el primero en tratarles, por medio de violencia o emboscadas, como si
ya fuesen efectivamente esos enemigos
que pudieran llegar a ser... Sin embargo, esta actitud no es tan prudente como
parece a primera vista: al comportarme ante mis semejantes como enemigo,
aumento sin duda las posibilidades de que ellos se conviertan sin remedio en
enemigos míos también; y además pierdo la ocasión de ganarme su amistad o de
conservarla si en principio estuviesen dispuestos a ofrecérmela.
Mira
este otro comportamiento posible ante nuestros peligrosos semejantes. Marco
Aurelio fue emperador de Roma y además filósofo, lo cual es bastante raro
porque los gobernantes suelen interesarse poco por todas las cuestiones que no
sean indiscutiblemente prácticas. A este emperador le gustaba anotar algo así
como unas conversaciones que tenía consigo mismo, dándose consejos, hasta
pegándose broncas. Frecuentemente apuntaba cosas de este jaez (acudo a la
memoria, no al libro, de modo que no te lo tomes al pie de la letra): «Al
levantarte hoy, piensa que a lo largo del día te encontrarás con algún
mentiroso, con algún ladrón, con algún adúltero, con algún asesino. Y recuerda
que has de tratarles como a hombres, porque son tan humanos como tú y por tanto
te resultan tan imprescindibles como la mandíbula inferior lo es para la
superior.» Para Marco Aurelio, lo más importante respecto a los hombres no es
si su conducta me parece conveniente o no, sino que --en cuanto humanos--, me convienen y eso nunca debo
olvidarlo al tratar con ellos. Por malos que sean, su humanidad coincide con la
mía y la refuerza. Sin ellos, yo podría quizá vivir pero no vivir humanamente.
Aunque tenga algún diente postizo y dos o tres con caries, siempre es más
conveniente a la hora de comer contar con una mandíbula inferior que ayude a la
superior...
Y
es que esa misma semejanza en la inteligencia, en la capacidad de cálculo y
proyecto, en las pasiones y los miedos, eso mismo que hace tan peligrosos a los
hombres para mí cuando quieren serlo, los hace también supremamente útiles. Cuando un ser
humano me viene bien,
nada puede venirme mejor. A ver, ¿qué conoces tú que sea mejor que ser amado? Cuando alguien
quiere dinero, o poder, o prestigio... ¿acaso no apetece esas riquezas para
poder comprar la mitad de lo que cuando uno es amado recibe gratis? Y ¿Quién me puede
amar de verdad sino otro ser como yo, que funcione igual que yo, que me quiera en tanto que humano... y a
pesar de ello? Ningún bicho, por cariñoso que sea, puede darme tanto como otro
ser humano, incluso aunque sea un ser humano algo antipático. Es muy cierto que
a los hombres debo tratarlos con cuidado,
por si acaso. Pero ese «cuidado» no puede consistir ante todo en recelo o
malicia, sino en el miramiento que se tiene al manejar las cosas frágiles, las
cosas más frágiles de todas... porque no son simples cosas. Ya que el vínculo
de respeto y amistad con los otros humanos es lo más precioso del mundo para
mí, que también lo soy, cuando me las vea con ellos debo tener principal
interés en resguardarlo y hasta mimarlo,
si me apuras un poco. Y ni siquiera a la hora de salvar el pellejo es
aconsejable que olvide por completo esta prioridad. Marco Aurelio, que era
emperador y filósofo pero no imbécil, sabía muy bien lo que tú también sabes:
que hay gente que roba, que miente y que mata. Naturalmente, no suponía que por
aquello de llevarse bien con el prójimo hay que favorecer semejantes conductas.
Pero tenía bastante claras dos cosas que me parecen muy importantes:
Primera: que quien roba, miente,
traiciona, viola, mata o abusa de cualquier modo de uno no por ello deja de ser
humano. Aquí el
lenguaje es engañoso, porque al acuñar el título de infamia («ése es un
ladrón», «aquélla una mentirosa», «tal otro un criminal») nos hace olvidar un
poco que se trata siempre de seres humanos que, sin dejar de serlo, se
comportan de manera poco recomendable. Y quien «ha llegado» a ser algo
detestable como sigue siendo humano aún puede volver a transformarse de nuevo
en lo más conveniente para nosotros, lo más imprescindible...
Segunda: Una de las características
principales de todos los humanos es nuestra capacidad de imitación. La mayor parte
de nuestro comportamiento y de nuestros gustos la copiamos de los demás. Por
eso somos tan educables y vamos aprendiendo sin cesar los logros que
conquistaron otras personas en tiempos pasados o latitudes remotas. En todo lo
que llamamos « civilización», «cultura», etc., hay un poco de invención y
muchísimo de imitación. Si no fuésemos tan copiones, constantemente cada hombre
debería empezarlo todo desde cero. Por eso es tan importante el ejemplo que damos a
nuestros congéneres sociales: es casi seguro que en la mayoría de los casos nos
tratarán tal como se vean tratados. Si repartimos a troche y moche enemistad,
aunque sea disimuladamente, no es probable que recibamos a cambio cosa mejor
que más enemistad. Ya sé que por muy buen ejemplo que llegue a dar uno, los
demás siempre tienen a la vista demasiados malos ejemplos que imitar. ¿Para qué
molestarse, pues, y renunciar a las ventajas inmediatas que sacan a menudo los
canallas? Marco Aurelio te contestaría: «¿Te parece prudente aumentar el ya
crecido número de los malos, de los que poco realmente positivo puedes esperar,
y desanimar a la minoría de los mejores, que en cambio tanto pueden hacer por
tu buena vida? ¿No es más lógico sembrar lo que intentas cosechar en lugar de
lo opuesto, aun a sabiendas de que la cizaña puede estropear tu cosecha?
¿Prefieres portarte voluntariamente al modo de tanto loco como hay suelto, en
lugar de defender y mostrar las ventajas de la cordura?»
Pero
estudiemos un poco más de cerca lo que hacen esos que llamamos «malos», es
decir, los que tratan a los demás humanos como a enemigos en lugar de procurar
su amistad. Seguro que recuerdas la película Frankenstein,
interpretada por ese entrañable monstruo de monstruos que fue Boris Karloff.
Intentamos verla juntos en la tele
cuando eras bastante pequeñajo y tuve que apagar porque, según me dijiste con
elegante franqueza, «me parece que empieza a darme demasiado miedo». Bueno, pues en la novela de
Mary W. Shelley en que se basa la película, la criatura hecha de remiendos de
cadáveres hace esta confesión a su ya arrepentido inventor: «Soy malo porque
soy desgraciado.» Tengo la impresión de que la mayoría de los supuestos «malos»
que corren por el mundo podrían decir lo mismo ricuando fuesen sinceros. Si se
comportan de manera hostil y despiadada con sus semejantes es porque sienten
miedo, o soledad o porque carecen de cosas necesarias que muchos poseen:
desgracias, como verás. O porque padecen la mayor desgracia de todas, la de
verse tratados por la mayoría sin amor ni respeto, tal como le ocurría a la pobre
criatura del doctor Frankenstein, a la que sólo un ciego y una niña quisieron
mostrar amistad. No conozco gente que sea mala de puro feliz ni que martirice
al prójimo como señal de alegría. Todo lo más, hay bastantes que para estar
contentos necesitan no
enterarse de los padecimientos que abundan a su alrededor y de
algunos de los cuales son cómplices. Pero la ignorancia, aunque esté satisfecha
de sí misma, también es una forma de desgracia...
Ahora
bien: si cuanto más feliz y alegre se siente alguien menos ganas tendrá de ser
malo, ¿no será cosa prudente intentar fomentar todo lo posible la felicidad de
los demás en lugar de hacerles desgraciados y por tanto propensos al mal? El
que colabora en la desdicha ajena o no hace nada para ponerle remedio... se la
está buscando. ¡Que no se queje luego de que haya tantos malos sueltos! A corto
plazo, tratar a los semejantes como enemigos (o como víctimas) puede parecer ventajoso. El mundo está
lleno de «pillines» o de descarados canallas que se consideran sumamente
astutos cuando sacan provecho de la buena intención de los demás y hasta de sus
desventuras. Francamente, no me parecen tan «listos» como ellos se halagan en
creer. La mayor ventaja
que podemos obtener de nuestros semejantes no es la posesión de más cosas (o el
dominio sobre más personas tratadas como cosas, como instrumentos) sino la complicidad y afecto de más
seres libres. Es decir, la ampliación y refuerzo de mi humanidad. «Y eso ¿para
qué sirve?», preguntará el o, creyendo alcanzar el colmo de la astucia. A lo
que tú puedes responderle: «No sirve
para nada de lo que tú piensas. Sólo los siervos
sirven y aquí ya te he dicho que estamos hablando de seres libres.» El problema del
canalla es que no sabe que la libertad no o que sirve ni gusta de ser servida
sin busca contagiarse.
Tiene mentalidad de esclavo, el pobrecillo... ¡por muy «rico» en cosas que se
considere a sí mismo!
Y
suspira luego el canalla, ahora ya tembloroso y reducido a simple pillín: «Si
yo no me aprovecho de los otros, ¡seguro que son los otros los que se
aprovechan de mí!» Es una cuestión de ratones-esclavos y leones-libres, con las
debidas reverencias para ambas especies zoológicas de mi mayor consideración.
Diferencia número uno entre el que ha nacido para ratón y el que ha nacido león:
el ratón para pregunta «¿que me pasará?» y el león «¿qué haré?». Número dos: el
ratón quiere obligar a los demás a que le quieran para así ser capaz de
quererse a sí mismo y el león se quiere a sí mismo por lo que es capaz de
querer a los demás. Número tres: el ratón está dispuesto a hacer lo que sea
contra los demás para prevenir lo que los demás pueden hacer contra él mientras
que el león considera que hace a favor de sí mismo todo lo que hace a favor de
los demás. Ser ratón o ser león: ¡he aquí la cuestión! Para el león está
bastante claro «tenebrosamente claro», como diría el poeta Antonio Machado
--que el primer perjudicado cuando intento perjudicar a mi semejante soy
precisamente yo mismo... y en lo que soy tengo de más valioso, de menos servil.
Llegamos
s por fin al momento de intentar responder a una pregunta cuya contestación
directa (indirectamente y con rodeos hace bastantes páginas que no hablamos de
otra cosa) hemos aplazado ya demasiado tiempo: ¿en qué consiste tratar a las
personas como a personas, es decir, humanamente? Respuesta: consiste en que intentes ponerte en su lugar.
Reconocer a alguien como semejante implica sobre todo la posibilidad de
comprenderle desde dentro,
de adoptar por un momento su propio punto de vista. Es algo que sólo de una
manera muy novelesca y dudosa puedo pretender con un murciélago o con un
geranio, pero que en cambio se impone con los seres capaces de manejar símbolos
como yo mismo. A fin de cuentas, siempre que hablamos
con alguien lo que hacemos es establecer un terreno en el que quien ahora es
«yo» sabe que se convertirá en «tú» y viceversa. Si no admitiésemos que existe
algo fundamentalmente igual entre nosotros (la posibilidad de ser para otro lo
que otro es para mí) no podríamos cruzar
ni palabra. Allí donde hay cruce, hay también reconocimiento de que en cierto
modo pertenecemos a lo de enfrente
y lo de enfrente nos pertenece... Y eso aunque yo sea joven y el otro viejo,
aunque yo sea hombre y el otro blanco y el otro negro, mujer, aunque yo sea
aunque yo sea tonto y el otro listo, aunque yo esté sano y el otro enfermo,
aunque yo sea rico y el otro pobre. «Soy humano dijo un antiguo poeta latino y
nada de lo que es humano puede parecerme ajeno.» Es decir: tener conciencia de
mi humanidad consiste en darme cuenta de que, pese a todas las muy reales
diferencias entre los individuos, estoy también en cierto modo dentro de cada uno de mis
semejantes. Para empezar, como palabra...
Y
no sólo para poder hablar con ellos, claro está. Ponerse en el lugar de otro es
algo más que el comienzo de toda comunicación simbólica con él: se trata de
tomar en cuenta sus derechos. Y cuando los derechos
faltan, hay que comprender sus razones.
Pues eso es algo a lo que todo hombre tiene derecho frente a los demás hombres,
aunque sea el peor de todos: tiene derecho --derecho humano-- a que alguien
intente ponerse en su lugar y comprender lo que hace y lo que siente. Aunque
sea para condenarle en nombre de leyes que toda sociedad debe admitir. En una
palabra, ponerte en el lugar de otro es tomarle
en serio, considerarle tan plenamente real como a ti mismo.
¿Recuerdas a nuestro viejo amigo el ciudadano Kane? ¿O a Gloucester? Se tomaron
tan en serio a sí mismos, tuvieron tan en cuenta sus deseos y ambiciones, que
actuaron como si los demás no fuesen de verdad, como si fuesen Simples muñecos
o fantasmas: los aprovechaban cuando les venía bien su colaboración, los
desechaban o mataban si ya no les resultaban utilizables. No hicieron el mínimo
esfuerzo por ponerse en su lugar, por relativizar
su interés propio para tomar en cuenta también el interés ajeno. Ya sabes cómo
les fue.
No
te estoy diciendo que haya nada malo en que tengas tus propios intereses, ni tampoco que
debas renunciar a ellos siempre para dar prioridad a los de tu vecino. Los
tuyos, desde luego, son tan respetables como los suyos y lo demás son cuentos.
Pero fíjate en la palabra misma «interés»: viene del latín inter esse, lo que está
entre varios, lo que pone en relación a varios. Cuando hablo de «relativizar»
tu interés quiero decir que ese interés no es algo tuyo exclusivamente, como si
vivieras solo en un mundo de fantasmas, sino que te pone en contacto con otras
realidades tan «de verdad» como tú mismo. De modo que todos los intereses que
puedas tener son relativos (según otros intereses, según las circunstancias,
según leyes y costumbres de la sociedad en que vives) salvo un interés, el
único interés absoluto:
el interés de ser humano entre los humanos, de dar y recibir el trato de
humanidad sin el que no puede haber «buena vida». Por mucho que pueda
interesarte algo, si miras bien nada puede ser tan interesante para ti como la
capacidad de ponerte en el lugar de aquellos con los que tu interés te
relaciona. Y al ponerte en su lugar no sólo debes ser capaz de atender a sus
razones, sino también de participar de algún modo en sus pasiones y
sentimientos, en sus dolores, anhelos y gozos. Se trata de sentir simpatía por el otro (o si
prefieres compasión,
pues ambas voces tienen etimologías semejantes, la una derivando del griego y
la otra del latín), es decir ser capaz de experimentar en cierta manera al
unísono con el otro, no dejarle del todo solo ni en su pensar ni en su querer.
Reconocer que estamos hechos de la misma pasta, a la vez idea, pasión y carne.
O como lo dijo más bella y profundamente Shakespeare: todos los humanos estamos
hechos de la sustancia con la que se trenzan los sueños. Que se note que nos
damos cuenta de ese parentesco.
Tomarte
al otro en serio, es decir, ser capaz de ponerte en su lugar para aceptar
prácticamente que es tan real como tú mismo, no significa que siempre debas
darle la razón en lo que reclama o en lo que hace. Ni tampoco que, como le
tienes por tan real como tú mismo y semejante a ti debas comportarte como si
fueseis idénticos.
El dramaturgo y humorista Bernard Shaw solía decir: «No siempre hagas a los
demás lo que desees que te hagan a ti: ellos pueden tener gustos diferentes.»
Sin duda los hombres somos semejantes, sin duda sería estupendo que llegásemos
a ser iguales (en cuanto a oportunidades al nacer y luego ante las leyes), pero
desde luego no tenemos por qué empeñarnos en ser idénticos. ¡Menudo
aburrimiento y menuda tortura generalizada! Ponerte en el lugar del otro es
hacer un esfuerzo de objetividad por ver las cosas como él las ve, no echar al otro y ocupar tú
su sitio... O sea que él debe seguir siendo él y tú tienes que seguir siendo
tú. El primero de los derechos humanos es el derecho a no ser fotocopia de
nuestros vecinos, a ser mas o menos raros.
Y no hay derecho a obligar a otro a que deje de ser «raro» por su bien salvo
que su «rareza» consista en hacer daño al prójimo directa y claramente...
Acabo
de emplear la palabra «derecho» y me parece que ya la he utilizado un poco
antes. ¿Sabes por qué? Porque gran parte del difícil arte de ponerse en el
lugar del prójimo tiene que ver con eso que desde muy antiguo se llama justicia. Pero aquí no
sólo me refiero a lo que la justicia tiene de institución pública (es decir, leyes
establecidas, jueces, abogados, etc.), sino a la virtud de la justicia, o sea: a la habilidad
y el esfuerzo que debemos hacer cada uno --si queremos vivir bien-- por
entender lo que nuestros semejantes pueden esperar
de nosotros. Las leyes y los jueces intentan determinar obligatoriamente lo
mínimo que las personas tienen derecho a exigir de aquellos con quienes
conviven en sociedad, pero se trata de un mínimo y de nada más. Muchas veces
por muy legal
que sea, por mucho que se respeten los códigos y nadie pueda ponernos multas o
llevarnos a la cárcel, nuestro comportamiento sigue siendo en el fondo injusto. Toda ley escrita
no es más que una abreviatura, una simplificación --a menudo imperfecta-- de lo
que tu semejante puede esperar concretamente de ti, no del Estado o de sus jueces. La vida es
demasiado compleja y sutil, las personas somos demasiado distintas, las
situaciones son demasiado variadas, a menudo demasiado íntimas, como para que
todo quepa en los libros de jurisprudencia. Lo mismo que nadie puede ser libre en tu lugar, también
es cierto que nadie puede ser justo
por ti si tú no te das cuenta de que debes serlo para vivir bien. Para entender
del todo lo que el otro puede esperar de ti no hay más remedio que amarle un poco, aunque no
sea más que amarle sólo porque también es humano... y ese pequeño pero
importantísimo amor ninguna ley instituida puede imponerlo. Quien vive bien
debe ser capaz de una justicia simpática, o de una compasión justa.
¡Vaya,
me ha salido otro capítulo larguísimo! Pero tengo la excusa de que éste es el
capítulo más importante de todos. Lo fundamental de la ética de la que quiero
hablarte he intentado decirlo en estas últimas páginas. Me atrevería a pedirte
que, si no estás demasiado harto, lo leyeras otra vez antes de pasar más
adelante. Aunque si no lo haces porque estás algo cansado, ¡bueno, me pongo en
tu lugar!
Vete
leyendo...
«Un
día, cerca del mediodía, cuando iba a visitar mi canoa, me sorprendió de una
manera extraña el descubrir sobre la arena la reciente huella de un pie
descalzo. Me paré de repente, como herido por un rayo o como si hubiese visto
alguna aparición. Escuché, dirigí la vista alrededor mio, pero nada vi, no oí
nada...» (Daniel Defoe, Aventuras
de Robinson Crusoe).
«Toda vida verdadera es encuentro»
(Martin Buber, Yo y tú).
«Unido
con sus semejantes por el más fuerte de todos los vínculos, el de un destino
común, el hombre libre encuentra que siempre lo acompaña una nueva visión que
proyecta sobre toda tarea cotidiana la luz del amor. La vida del hombre es una
larga marcha a través de la noche, rodeado de enemigos invisibles, torturado
por el cansancio y el dolor, hacia una meta que pocos pueden esperar alcanzar,
y donde nadie puede detenerse mucho tiempo. Uno tras otro, a medida que
avanzan, nuestros camaradas se alejan de nuestra vista, atrapados por las
órdenes silenciosas de la muerte omnipotente. Muy breve es el lapso durante el
cual podemos ayudarlos, en el que se decide su felicidad o su miseria. ¡Ojalá
nos corresponda derramar luz solar en su senda, iluminar sus penas con el
bálsamo de la simpatía, darles la pura alegría de un afecto que nunca se cansa,
fortalecer su ánimo desfalleciente, inspirarles fe en horas de desesperanza»
(Bertrand Russell, Misticismo
y lógica).
«Nunca
hubo adepto de la virtud y enemigo del placer tan triste y tan rígido como para
predicar las vigilias, los trabajos y las austeridades sin ordenar al mismo
tiempo, dedicarse con todas sus fuerzas a aliviar la pobreza y la miseria de
los otros. Todos estiman que incluso hay que glorificar, con el título de
humanidad, el hecho de que el hombre es para el hombre salvación y consuelo,
puesto que es esencialmente "humano" --y ninguna virtud es tan propia
del hombre como ésta-- suavizar lo más posible las penas de los otros, hacer
desaparecer la tristeza, devolver la alegría de vivir, es decir: el placer»
(Tomás Moro, Utopía).
cap. VIII TANTO GUSTO
Imagínate
que alguien te informa de que tu amigo Fulanito o tu amiga Zutanita han sido
detenidos por «conducta inmoral» en la vía pública. Puedes estar seguro de que
su «inmoralidad» no ha consistido en saltarse un semáforo en rojo, o en haber
dicho a alguien una mentira muy gorda en plena calle, ni tampoco es que hayan
sustraído una cartera aprovechando las apreturas urbanas. Lo más probable es
que el salido de Fulanito se dedicase a palmear con rudo aprecio el trasero de
las mejores jamonas que se fueran cruzando en su camino o que la descocada de
Zutanita, tras unas cuantas copas, se haya empeñado en mostrar a los viandantes
que su anatomía nada tiene que envidiar a la de Sabrina o Marta Sánchez. Y si
alguna persona de las llamadas «respetables» (¡como si el resto de las personas
no lo fuesen!) te anuncia en tono severo que tal o cual película es «inmoral»,
ya sabes que no se refiere a que aparezcan varios asesinatos en la pantalla o a
que los personajes ganen dinero por medios poco limpios sino a... bueno, tú ya
sabes a lo que se refieren.
Cuando
la gente habla de «moral» y sobre todo de «inmoralidad», el ochenta por ciento
de las veces --y seguro que me quedo corto-- el sermón trata de algo referente
al sexo. Tanto
que algunos creen que la moral se dedica ante todo a juzgar lo que la gente
hace con sus genitales. El disparate no puede ser mayor y supongo que por poca
atención que le hayas dedicado a lo que te vengo diciendo hasta ahora ya no se
te ocurrirá compartirlo. En el sexo, de por sí, no hay nada más «inmoral» que
en la comida o en los paseos por el campo; claro que alguien puede comportarse
inmoralmente en el sexo (utilizándolo para hacer daño a otra persona, por
ejemplo), lo mismo que hay quien se come el bocadillo del vecino o aprovecha
sus paseos para planear atentados terroristas. Y por supuesto, como la relación
sexual puede llegar a establecer vínculos muy poderosos y complicaciones
afectivas muy delicadas entre la gente, es lógico que se consideren
especialmente los miramientos
debidos a los semejantes en tales casos. Pero, por lo demás, te digo
rotundamente que en lo que hace disfrutar a dos y no daña a ninguno no hay nada
de malo. El que de veras esta «malo» es quien cree que hay algo de malo en
disfrutar... No sólo es que «tenemos» en cuerpo, como suele decirse (casi con
resignación), sino que somos
un cuerpo, sin cuya satisfacción y bienestar no hay vida buena que valga. El
que se avergüenza de las capacidades gozosas de su cuerpo es tan bobo como el
que se avergüenza de haberse aprendido la tabla de multiplicar.
Desde
luego, una de las funciones indudablemente importantes del sexo es la procreación. ¡Qué te voy a
contar a ti, que eres hijo mío! Y es una consecuencia que no puede ser tomada a
la ligera, pues impone obligaciones ciertamente éticas: repasa, si no te
acuerdas, lo que te he contado antes sobre la responsabilidad como reverso inevitable de la
libertad. Pero la experiencia sexual no puede limitarse simplemente a la función procreadora. En
los seres humanos, los dispositivos naturales para asegurar la perpetuación de
la especie tienen siempre otras dimensiones que la biología no parece haber
previsto. Se les añaden símbolos y refinamientos, invenciones preciosas de esa
libertad sin la que los hombres no seríamos hombres. Es paradójico que sean los
que ven algo de «malo» o al menos de «turbio» en el sexo quienes dicen que
dedicarse con demasiado entusiasmo a él animaliza
al hombre. La verdad es que son precisamente los animales quienes sólo emplean
el sexo para procrear, lo mismo que sólo utilizan la comida para alimentarse o
el ejercicio físico para conservar la salud; los humanos, en cambio, hemos
inventado el erotismo, la gastronomía y el atletismo. El sexo es un mecanismo
de reproducción para los hombres, como también para los ciervos y los besugos;
pero en los hombres produce otros muchos efectos, por ejemplo la poesía lírica
y la institución matrimonial que ni los ciervos ni los besugos conocen (no sé
si por desgracia o por suerte para ellos). Cuanto más se separa el sexo de la
simple procreación, menos animal y más humano resulta. Claro que de ello se
derivan consecuencias buenas y malas, como siempre que la libertad está en
juego... Pero de ese problema te vengo hablando casi desde la primera página de
ese rollo.
Lo
que se agazapa en toda esa obsesión sobre la «inmoralidad» sexual no es ni más
ni menos que uno de los más viejos temores sociales del hombre: el miedo al placer. Y como
el placer sexual destaca entre los más intensos y vivos que pueden sentirse,
por eso se ve rodeado de tan enfáticos recelos cautelas. ¿Por qué asusta el
placer? Supongo que será porque nos gusta demasiado. A lo largo de los siglos,
las sociedades siempre han intentado evitar que sus miembros se aficionasen a
darle marcha al cuerpo a todas horas, olvidando el trabajo, la previsión del
futuro y la defensa del grupo: la verdad es que uno nunca se siente tan
contento y de acuerdo con la vida como cuando goza, pero si se olvida de todo
lo demás puede no durar mucho vivo. La existencia humana ha sido en toda época
y momento un juego peligroso
y eso vale para las primeras tribus que se agruparon junto al fuego hace
millares de años y para quienes hoy tenemos que cruzar la calle cuando vamos a
comprar el periódico. El placer nos distrae
a veces más de la cuenta, cosa que puede resultarnos fatal. Por eso los
placeres se han visto siempre acosados por tabúes y restricciones,
cuidadosamente racionados, permitidos sólo en ciertas fechas, etc.: se trata de
precauciones sociales (que a veces perduran aun cuando ya no hacen falta) para
que nadie se distraiga demasiado del peligro de vivir.
Por
otro lado están quienes sólo disfrutan no dejando disfrutar. Tienen tanto miedo
a que el placer les resulte irresistible, se angustian tanto pensando lo que
les puede pasar si un día le dan de verdad gusto al cuerpo, que se convierten
en calumniadores
profesionales del placer. Que si el sexo esto, que si la comida y la bebida lo
otro, que si el juego lo de más allá, que si basta de risas y fiestas con lo
triste que es el mundo, etc. Tú, ni caso. Todo puede llegar a sentar mal o
servir para hacer el mal, pero nada
es malo sólo por el hecho de que le dé gusto hacerlo. A los
calumniadores profesionales del placer se les llama «puritanos». ¿Sabes quién
es puritano? El que asegura que la señal de que algo es bueno consiste en que
no nos gusta hacerlo. El que sostiene que siempre tiene más mérito sufrir que
gozar (cuando en realidad puede ser más meritorio gozar bien que sufrir mal). Y
lo peor de todo: el puritano cree que cuando uno vive bien tiene que pasarlo
mal y que cuando uno lo pasa mal es porque está viviendo bien. Por supuesto,
los puritanos se consideran la gente más «moral» del mundo y además guardianes
de la moralidad de sus vecinos. No quiero ser exagerado, aunque suelo serlo,
pero yo te diría que es más «decente» y más «moral» el sinvergüenza corriente
que el puritano oficial. Su modelo suele ser la señora de aquel cuento... ¿te
acuerdas ? Llamó a la policía para protestar de que había unos chicos desnudos
bañándose delante de su casa. La policía alejó a los chicos, pero la señora
volvió a llamar diciendo que se estaban bañando (desnudos, siempre desnudos) un
poco más arriba y que seguía el escándalo. Vuelta a alejarlos la policía y
vuelta a protestar la señora. «Pero señora --dijo el inspector--, si los hemos
mandado a más de un kilómetro y medio de distancia...» Y la puritana contestó,
«virtuosamente» indignada: «¡pero con los gemelos todavía sigo viéndolos!»
Como
a mi juicio el puritanismo es la actitud más opuesta que puede darse a la
ética, no me oirás ni una palabra contra el placer ni por supuesto intentaré de
ningún modo que te avergüences,
aunque sea poquito, por el apetito de disfrutar lo más posible con cuerpo y
alma. Incluso estoy dispuesto a repetirte con la mayor convicción el consejo de
un viejo maestro francés que mucho te recomiendo, Michel de Montaigne: «Hay que
retener con todas nuestras uñas y dientes el uso de los placeres de la vida,
que los años nos quitan de entre las manos unos después de otros.» En esa frase
de Montaigne quiero destacarte dos cosas. La primera aparece al final de la
recomendación y dice que los años nos van quitando sin cesar posibilidades de
gozo por lo que no es prudente esperar demasiado para decidirse a pasarlo bien.
Si tardas mucho en pasarlo bien, terminas por pasar de pasarlo bien... Hay que
saber entregarse al saboreo del presente, lo que los romanos (y el un poco
latoso profe-poeta de El
club de los poetas muertos) resumían en el dicho carpe diem. Pero
esto no quiere decir que tengas que buscar hoy todos los placeres sino que
debes buscar todos los
placeres de hoy. Uno de los medios más seguros de estropear los
goces del presente es empeñarte en que cada momento tenga de todo y que te brinde
las satisfacciones más dispares e improbables. No te obsesiones con meter a la
fuerza en el instante que vives los placeres que no pegan; procura más bien
encontrarle el guiño placentero a todo lo que hay. Vamos: no dejes que se te
enfríe el huevo frito por esforzarte a contracorriente en conseguir una
hamburguesa ni le amargues la hamburguesa ya servida porque le falta ketchup... Recuerda que lo
placentero no es el huevo, ni la hamburguesa, ni la salsa, sino lo bien que tú sepas disfrutar con lo que
te rodea.
Lo
cual me lleva al principio de la cita de Montaigne que antes te puse, cuando
habla de aferrarse con uñas y dientes al uso de los placeres de la vida». Lo
bueno es usar los placeres, es decir, tener siempre cierto control sobre ellos
que no les permita revolverse contra el resto de lo que forma tu existencia
personal. Recuerda que hace bastantes páginas, con motivo de Esaú y sus
lentejas recalentadas, hablamos de la complejidad
de la vida y de lo recomendable que es para vivirla bien no simplificarla más
de lo debido. El placer es muy agradable pero tiene una fastidiosa tendencia a
lo excluyente: si te entregas a él con demasiada generosidad es capaz de irte
dejando sin nada con el pretexto de hacértelo pasar bien. Usar los placeres,
como dice Montaigne, es no permitir que cualquiera de ellos te borre la
posibilidad de todos los otros y que ninguno te esconda por completo el contexto de la vida nada
simple en que cada uno tiene su ocasión. La diferencia entre el «uso» y el «abuso»
es precisamente ésa: cuando usas un placer, enriqueces tu vida y no sólo el
placer sino que la vida misma te gusta cada vez más; es señal de que estás
abusando el notar que el placer te va empobreciendo la vida y que ya no te
interesa la vida sino sólo ese particular placer. O sea que el placer ya no es
un ingrediente agradable de la plenitud de la vida, sino un refugio para escapar de la vida, para
esconderte de ella y calumniarla mejor...
A
veces decimos eso de «me muero de gusto». Mientras se trate de lenguaje
figurado no hay nada que objetar, porque uno de los efectos benéficos del
placer muy intenso es disolver todas esas armaduras de rutina, miedo y
trivialidad que llevamos puestas y que a menudo nos amargan más de lo que nos
protegen; al perder esas corazas parecemos «morir» respecto a lo que
habitualmente somos, pero para renacer luego más fuertes y animosos. Por eso
los franceses, especialistas delicados en esos temas, llaman al orgasmo «la petite morte», la muertecita... Se trata de
una «muerte» para vivir más y mejor, que nos hace más sensibles, más dulce o
fieramente apasionados. Sin embargo, en otros casos el gusto que obtenemos
amenaza con matarnos en el sentido más literal e irremediable de la palabra. O
mata nuestra salud y nuestro cuerpo, o nos embrutece matando nuestra humanidad,
nuestros miramientos para con los demás y para con el resto de lo que
constituye nuestra vida. No voy a negarte que haya ciertos placeres por los que
pueda merecer la pena jugarse
la vida. El «instinto de conservación» a toda costa está muy bien pero no es
más que eso: un instinto. Y los humanos vivimos un poco más allá de los
instintos o si no la cosa tiene poca gracia. Desde el punto de vista del médico
o del acojonado profesional, ciertos placeres nos hacen daño y suponen un peligro, aunque para
quienes tenemos una perspectiva menos clínica sigan siendo muy respetables y
considerables. Sin embargo, permíteme que desconfíe de todos los placeres cuyo
principal encanto parezca ser el «daño» y el «peligro» que proporcionan. Una
cosa es que te «mueras de gusto» y otra bastante distinta que el gusto consista
en morirse... o al menos en ponerse «a morir». Cuando un placer te mata, o está
siempre -para darte gusto- a punto de matarte o va matando en ti lo que en tu
vida hay de humano (lo que hace tu existencia ricamente compleja y te permite
ponerte en el lugar de los otros)... es un castigo
disfrazado de placer, una vil trampa de nuestra enemiga la muerte. La ética
consiste en apostar a favor de que la vida vale la pena, ya que hasta las penas
de la vida valen la pena. Y valen la pena porque es a través de ellas como
podemos alcanzar los placeres de la vida, siempre contiguos --es el destino-- a
los dolores. De modo que si me das a elegir obligadamente entre las penas de la
vida y los placeres de la muerte elijo sin dudar las primeras... ¡precisamente
porque lo que me gusta es disfrutar y no perecer! No quiero placeres que me
permitan huir de
la vida, sino que me la hagan más intensamente grata.
Y
ahora viene la pregunta del millón ¿cuál es la mayor gratificación que puede
darnos algo en la vida? ¿Cuál es la recompensa más alta que podemos obtener de
un esfuerzo, una caricia, una palabra una música, un conocimiento, una máquina,
o de montañas de dinero, del prestigio, de la gloria, del poder, del amor, de
la ética o de lo que se te ocurra? Te advierto que la respuesta es tan sencilla
que corre el riesgo de decepcionarte: lo
máximo que podemos obtener sea de lo que sea es alegría. Todo
cuanto lleva a la alegría tiene justificación (al menos desde un punto de
vista, aunque no sea absoluto) y todo lo que nos aleja sin remedio de la
alegría es un camino equivocado. ¿Qué es la alegría? Un «sí» espontáneo a la
vida que nos brota de dentro, a veces cuando menos lo esperamos. Un «sí» a lo
que somos, o mejor, a lo que
sentimos ser. Quien tiene alegría ya ha recibido el premio máximo y
no echa de menos nada; quien no tiene alegría --por sabio guapo, sano, rico
poderoso, santo, etc., que sea-- es un miserable que carece de lo más importante.
Pues bien, escucha: el placer es estupendo y deseable cuando sabemos ponerlo al
servicio de la alegría, pero no cuando la enturbia o la compromete. El límite
negativo del placer no es el dolor, ni siquiera la muerte, sino la alegría: en
cuanto empezamos a perderla por determinado deleite, seguro que estamos
disfrutando con lo que no nos conviene. Y es que la alegría, no sé si vas a
entenderme aunque no logro explicarme mejor, es Una experiencia que abarca
placer y dolor, muerte y vida; es la experiencia que definitivamente acepta el placer y el
dolor, la muerte y la vida.
Al
arte de poner el placer al servicio de la alegría es decir, a la virtud que
sabe no ir a caer del gusto en el disgusto, se le suele llamar desde tiempos
antiguos templanza.
Se trata de una habilidad fundamental del hombre libre pero hoy no está muy de
moda: se la quiere substituir por la abstinencia
radical o por la prohibición
policíaca. Antes que intentar usar bien algo de lo que se puede usar mal (es
decir, abusar), los que han nacido para robots prefieren renunciar por completo
a ello y, si es posible que se lo prohíban desde fuera, para que así su
voluntad tenga que hacer menos ejercicio. Desconfían de todo lo que les gusta;
o, aún peor, creen que les gusta todo aquello de lo que desconfían. «¡Que no me
dejen entrar en un bingo, porque me lo jugaré todo! ¡Que no me consientan
probar un porro,
porque me convertiré en un esclavo babeante de la droga!» Etc. Son como esa
gente que compra una máquina que les da masajes en la barriga para no tener que
hacer flexiones con su propio esfuerzo. Y claro, cuanto más se privan a la
fuerza de las cosas, más locamente les apetecen, más se entregan a ellas con
mala conciencia, dominados por el más triste de todos los placeres: el placer
de sentirse culpables.
Desengáñate: cuando a uno le gusta sentirse «culpable», cuando uno cree que un
placer es más placer auténtico si resulta en cierto modo «criminal», lo que se
está pidiendo a gritos es castigo...
El mundo está lleno de supuestos «rebeldes» que lo único que desean en el fondo
es que les castiguen por ser libres, que algún poder superior de este mundo o
de otro les impida quedarse a solas con sus tentaciones.
En
cambio, la templanza es amistad inteligente con lo que nos hace disfrutar. A
quien te diga que los placeres son «egoístas» porque siempre hay alguien
sufriendo mientras tú gozas, le respondes que es bueno ayudar al otro en lo
posible a dejar de sufrir, pero que es malsano sentir remordimientos por no
estar en ese momento sufriendo también o por estar disfrutando como el otro
quisiera poder disfrutar. Comprender el sufrimiento de quien padece e intentar
remediarlo no supone más que interés porque el otro pueda gozar también, no
vergüenza porque tú estés gozando. Sólo alguien con muchas ganas de amargarse
la vida y amargársela a los demás puede llegar a creer que siempre se goza contra alguien. Y a quien
veas que considera «sucios» y «animales» todos los placeres que no comparte o
que no se atreve a permitirse, te doy permiso para que le tengas por sucio y
por bastante animal. Pero yo creo que esta cuestión ha quedado ya
suficientemente clara, ¿no?
Vete
leyendo...
«Lo
que el oído desea oír es música, y la prohibición de oír música se llama
obstrucción al oído. Lo que el ojo desea es ver belleza, y la prohibición de
ver belleza es llamada obstrucción a la vista. Lo que la nariz desea es oler
perfume, y la prohibición de oler perfume es llamada obstrucción al olfato. De
lo que la boca quiere hablar es de lo justo e injusto, y la prohibición de
hablar de lo justo e injusto es llamada obstrucción al entendimiento. Lo que el
cuerpo desea disfrutar son ricos alimentos y bellas ropas, y la prohibición de
gozar de éstos se llama obstrucción a las sensaciones del cuerpo. Lo que la
mente quiere es ser libre, y la prohibición a esta libertad se llama
obstrucción a la naturaleza, (Yang Chu, siglo III d.C.).
«El
vicio corrige mejor que la virtud. Soporta a un vicioso y tomarás horror al
vicio. Soporta a un virtuoso y pronto odiarás a la virtud entera» (Tony Duvert,
Abecedario malévolo).
«La
moderación presupone el placer; la abstinencia, no. Por eso hay más abstemios
que moderados» (Lichtenberg, Aforismos).
«La
única libertad que merece ese nombre es la de buscar nuestro propio bien por
nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o les
impidanlos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su
propia salud, sea física, mental o espiritual. La humanidad sale más gananciosa
consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera
de los demás» (John Stuart Mill, Sobre
la libertad).
cap. IX ELECCIONES GENERALES
Por
todas partes te lo van a decir, de modo que no tendremos más remedio que hablar
también un poco de ello. «¡La política es una vergüenza, una inmoralidad, los
políticos no tienen ética!», ¿a que has oído repetir cosas así un millón de
veces? Como primera norma, en estas cuestiones de las que venimos hablando lo
más prudente es desconfiar de quienes creen en que su «santa» obligación consiste
en lanzar siempre rayos y truenos morales contra la gente en general, sean los
políticos, las mujeres, los judíos, los farmacéuticos o el pobre y simple ser
humano tomado como especie. La ética, ya lo hemos dicho pero nunca viene mal
repetirlo, no es un arma arrojadiza ni munición destinada a pegarle buenos
cañonazos al prójimo en su propia estima. Y mucho menos al prójimo en general,
igual que si a los humanos nos hiciesen en serie como a los donuts. Para lo único que
sirve la ética es para intentar mejorarse a uno mismo, no para reprender
elocuentemente al vecino; y lo único seguro que sabe la ética es que el vecino,
tú, yo y los demás estamos todos hechos artesanalmente, de uno en uno, con
amorosa diferencia. De modo que a quien nos ruge al oído: «¡Todos los...
(políticos, negros, capitalistas, australianos, bomberos, lo que se prefiera)
son unos inmorales y no tienen ni pizca de ética!», se le puede responder
amablemente: «Ocúpate de ti mismo, so capullo, que más te vale», o cosa
parecida.
Ahora
bien: ¿Por qué tienen tan mala fama los políticos? A fin de cuentas, en una
democracia políticos somos todos, directamente o por representación de otros.
Lo más probable es que los políticos se nos parezcan mucho a quienes les
votamos, quizá incluso demasiado;
si fuesen muy distintos a nosotros, mucho peores o exageradamente mejores que
el resto, seguro que no les elegiríamos para representarnos en el gobierno.
Sólo los gobernantes que no llegan al poder por medio de elecciones generales
(como los dictadores, los líderes religiosos o los reyes) basan su prestigio en
que se les tenga por diferentes
al común de los hombres. Como son distintos a los demás (por su fuerza, por
inspiración divina, por la familia a que pertenecen o por lo que sea) se
consideran con derecho a mandar sin someterse a las urnas ni escuchar la
opinión de cada uno de sus conciudadanos. Eso sí, asegurarán muy serios que el
«verdadero» pueblo está con ellos, que la «calle» les apoya con tanto
entusiasmo que no hace falta ni siquiera contara sus partidarios para saber si
son muchos o menos de muchos. En cambio quienes desean alcanzar sus cargos por
vía electoral procuran presentarse al público como gente corriente, muy
«humanos», con las mismas aficiones, problemas y hasta pequeños vicios que la mayoría
cuyo refrendo necesitan para gobernar. Por supuesto, ofrecen ideas para mejorar
la gestión de la sociedad y se consideran capaces de ponerlas competentemente
en práctica, pero son ideas que cualquiera debe poder comprender y discutir,
así como tienen que aceptar también la posibilidad de ser sustituidos en sus
puestos si no son tan competentes como dijeron o tan honrados como parecían.
Entre esos políticos los habrá muy decentes y otros caraduras y aprovechados,
como ocurre entre los bomberos, los profesores, los sastres, los futbolistas y
cualquier otro gremio. Entonces, ¿de dónde viene su notoria mala fama?
Para
empezar, ocupan lugares especialmente
visibles en la sociedad y también privilegiados. Sus defectos son
más públicos que los de las restantes personas; además, tienen más ocasiones de
incurrir en pequeños O grandes abusos que la mayoría de los ciudadanos de a
pie. El hecho de ser conocidos, envidiados e incluso temidos tampoco contribuye
a que sean tratados con ecuanimidad. Las sociedades igualitarias, es decir,
democráticas, son muy poco caritativas con quienes escapan a la media por
encima O por abajo: al que sobresale, apetece apedrearle, al que se va al
fondo, se le pisa sin remordimiento. Por otra parte, los políticos suelen estar
dispuestos a hacer más promesas de las que sabrían o querrían cumplir. Su
clientela se lo exige (quien no exagera las posibilidades del futuro ante sus
electores y no hace mayor énfasis en las dificultades que en las ilusiones,
pronto se queda solo. Jugamos a creernos que los políticos tienen poderes
sobrehumanos y luego no les perdonamos la decepción inevitable que nos causan.
Si confiásemos menos en ellos desde el principio, no tendríamos que aprender a
desconfiar tanto de ellos más tarde. Aunque a fin de cuentas siempre es mejor
que sean regulares, tontorrones y hasta algo «chorizos», como tú o como yo,
mientras sea posible criticarles, controlarles y cesarles cada cierto tiempo;
lo malo es cuando son «jefes» perfectos a los cuales, como se suponen a sí
mismos siempre en posesión de la verdad no hay modo de mandarles a casa más que
tiros... Dejemos en paz a los señores políticos, que bastantes jaleos provocan
ya sin nuestra ayuda. Lo que a ti y a mí nos importa ahora es si la ética y la
política tienen mucho que ver y cómo se relacionan. En cuanto a su finalidad,
ambas parecen fundamentalmente emparentadas: ¿no se trata de vivir bien en los dos
casos? La ética es el arte de elegir lo que más nos conviene y vivir lo mejor
posible; el objetivo de la política es el de organizar lo mejor posible la
convivencia social, de modo que cada cual pueda elegir lo que le conviene. Como
nadie vive aislado (ya te he hablado de que tratar a nuestros semejantes
humanamente es la base de la buena vida), cualquiera que tenga la preocupación
ética de vivir bien no puede desentenderse olímpicamente de la política. Sería
como empeñarse en estar cómodo en una casa pero sin querer saber nada de las
goteras, las ratas, la falta de calefacción y los cimientos carcomidos que
pueden hacer hundirse el edificio entero mientras dormimos...
Sin
embargo, tampoco faltan las diferencias importantes entre ética y política.
Para empezar, la ética se ocupa de lo que uno
mismo (tú, yo o cualquiera) hace con su libertad, mientras que la
política intenta coordinar de la manera más provechosa para el conjunto lo que muchos hacen con sus
libertades. En la ética, lo importante es querer
bien, porque no se trata más que de lo que cada cual hace porque quiere (no de
lo que le pasa a uno quiera o no, ni de lo que hace a la fuerza). Para la
política, en cambio, lo que cuentan son los resultados
de las acciones, se haga. por lo que se hagan, y el político intentará
presionar con los medios a su alcance --incluida la fuerza-- para obtener
ciertos resultados y evitar otros. Tomemos un caso trivial: el respeto a las
indicaciones de los semáforos. Desde el punto de vista moral, lo positivo es
querer respetar la luz roja (comprendiendo su utilidad general, poniéndose en
el lugar de otras personas que pueden resultar dañadas si yo infrinjo la norma,
etc), pero si el asunto se considera políticamente, lo que importa es que nadie
se salte los semáforos, aunque no sea más que por miedo a la multa o a la
cárcel. Para el político, todos los que respetan la luz roja son igualmente
«buenos», lo hagan por miedo, por rutina, por superstición o por convencimiento
racional de que debe ser respetada a la ética, en cambio, sólo le merecen
aprecio verdadero estos últimos, porque son los que entienden mejor el uso de
la libertad. En una palabra, hay diferencia entre la pregunta ética que yo me
hago a mí mismo (¿cómo quiero ser, Sean como sean los demás?) y la preocupación
política por que la mayoría funcione
de la manera considerada más recomendable y armónica.
Detalle
importante: la ética no puede esperar
a la política. No hagas caso de quienes te digan que el mundo es políticamente
invivible, que está peor que nunca, que nadie puede pretender llevar una buena
vida (éticamente hablando) en una situación tan injusta, violenta y aberrante
como la que vivimos. Eso mismo se ha asegurado en todas las épocas y con razón,
porque las sociedades humanas nunca han sido nada «del otro mundo», como suele
decirse, siempre han sido cosa de este mundo y por tanto llenas de defectos, de
abusos, de crímenes. Pero en todas las épocas ha habido personas capaces de
vivir bien o por lo menos empeñadas en intentar vivir bien. Cuando podían,
colaboraban en mejorar la sociedad en la que les había tocado desenvolverse; si
eso no les era posible, por lo menos no la empeoraban, lo cual la mayoría de
las veces no es poco. Lucharon --y luchan también hoy, no te quepa duda-- por
que las relaciones humanas políticamente establecidas vayan siendo eso, más
humanas (o sea, menos violentas y más justas) pero nunca han esperado a que
todo a su alrededor sea perfecto y humano para aspirar a la perfección y a la
verdadera humanidad. Quieren ser los primeros de la buena vida, los que
arrastran a los demás, y no los últimos a la zaga de todos. Quizá las
circunstancias no les permitan llevar más que una vida relativamente buena, peor
de lo que ellos deseen... Bueno, ¿y qué? ¿Serían más sensatos siendo malos del
todo, para dar gusto a lo peor del mundo y disgusto a lo mejor de sí mismos? Si
estás seguro de que entre los alimentos que se te ofrecen hay muchos que están
adulterados o podridos, ¿intentarás mientras puedas comer cosas sanas, aún
sabiendo que no por ello dejarán de existir venenos en el mercado, o te
envenenarás cuanto antes para seguir la corriente mayoritaria? Ningún orden político
es tan malo que en él ya nadie pueda ser ni medio bueno: por muy adversas que
sean las circunstancias, la responsabilidad final de sus propios actos la tiene
cada uno y lo demás son coartadas. Del mismo modo también son ganas de esconder
la cabeza bajo el ala los sueños de un orden político tan impecable (utopía, suelen llamarlo)
que en él todo el mundo fuese «automáticamente» bueno porque las circunstancias
no permitiesen cometer el mal. Por mucho mal que haya suelto, siempre habrá
bien para quien quiera
bien; por mucho bien que hayamos logrado instalar públicamente, el mal siempre
estará al alcance de quien quiera
mal. ¿Te acuerdas? A esto le venimos llamando «libertad» hace ya no poco
rato...
Desde
un punto de vista ético, es decir, desde la perspectiva de lo que conviene para
la vida buena, ¿cómo será la organización política preferible, aquella que hay
que esforzarse por conseguir y defender? Si repasas un poco lo que hemos venido
diciendo hasta aquí (temo, ay, que el rollo vaya siendo demasiado largo para
que le acuerdes de todo) ciertos aspectos de ese ideal se te ocurrirán en
cuanto reflexiones con atención sobre el asunto:
a)
Como todo el proyecto ético parte de la libertad,
sin la cual no hay vida buena que valga, el sistema político deseable tendrá
que respetar al máximo --o limitar mínimamente, como prefieras-- las facetas
públicas de la libertad humana: la libertad de reunirse o de separarse de
otros, la de expresar las opiniones y la de inventar belleza o ciencia, la de
trabajar de acuerdo con la propia vocación o interés, la de intervenir en los
asuntos públicos, la de trasladarse o instalarse en un lugar, la libertad de
elegir los propios goces de cuerpo y de alma, etc. Abstenerse dictaduras, sobre
todo las que son «por nuestro bien» (o por «el bien común», que viene a ser lo
mismo). Nuestro mayor bien --particular o común-- es ser libres. Desde luego,
un régimen político que conceda la debida importancia a la libertad insistir
también en la responsabilidad
social de las acciones y omisiones de cada uno (digo «omisiones» porque a veces
se hace también no haciendo).
Por regla general, cuanto menos responsable resulte cada cual de sus méritos o
fechorías (y se diga, por ejemplo, que son fruto de la «historia», la «sociedad
establecida», las «reacciones químicas del organismo», la «propaganda», el
«demonio» o cosas así) menos libertad se está dispuesto a concederle. En los
sistemas políticos en que los individuos nunca son del todo «responsables»,
tampoco suelen serlo los gobernantes, que siempre actúan movidos por las
«necesidades» históricas o los imperativos de la «razón de Estado». ¡Cuidado
con los políticos para quien todo el mundo es «víctima» de las
circunstancias... o «culpable» de ellas!
b)
Principio básico de la vida buena, como ya hemos visto, es tratar a las
personas como a personas, es decir: ser capaces de ponernos en el lugar de
nuestros semejantes y de relativizar nuestros intereses para armonizarlos con
los suyos. Si prefieres decirlo de otro modo, se trata de aprender a considerar
los intereses del otro como si fuesen tuyos y los tuyos como si fuesen de otro.
A esta virtud se le llama justicia
y no puede haber régimen político decente que no pretenda, por medio de leyes e
instituciones, fomentar la justicia entre los miembros de la sociedad. La única
razón para limitar la libertad de los individuos cuando sea indispensable
hacerlo es impedir, incluso por la fuerza si no hubiera otra manera, que traten
a sus semejantes como si no lo fueran, o sea que los traten como a juguetes, a
bestias de carga, a simples herramientas, a seres inferiores, etc. A la
condición que puede exigir cada humano de ser tratado como semejante a los
demás, sea cual fuere su sexo, color de piel ideas o gustos, etc., se le llama dignidad. Fíjate qué
curioso: aunque la dignidad es lo que tenemos todos los humanos en común, es
precisamente lo que sirve para reconocer a cada cual como único e irrepetible.
Las cosas pueden Ser «cambiadas» unas por otras, se las puede «sustituir» por
otras parecidas o mejores, en una palabra: tienen su «precio» (el dinero suele
servir para facilitar estos intercambios, midiéndolas todas por un mismo
rasero). Dejemos de lado por el momento que ciertas «cosas» estén tan
vinculadas a las condiciones de la existencia humana que resulten
insustituibles y por lo tanto «que no puedan ser compradas ni por todo el oro
del mundo», como pasa con ciertas obras de arte o ciertos aspectos de la
naturaleza. Pues bien, todo
ser humano tiene dignidad y no precio, es decir, no puede ser sustituido ni se
le debe maltratar
con el fin de beneficiar a otro. Cuando digo que no puede ser sustituido, no me
refiero a la función que realiza (un carpintero puede sustituir en su trabajo a
otro carpintero) sino a su personalidad propia, a lo que verdaderamente es;
cuando hablo de «maltratar» quiero decir que, ni siquiera si se le castiga de
acuerdo a la ley o se le tiene políticamente como enemigo, deja de ser acreedor
a unos miramientos y a un respeto. Hasta en la guerra, que es el mayor fracaso del intento
de «buena vida» en común de los hombres, hay comportamientos que suponen un
crimen mayor que el propio crimen organizado que la guerra representa. Es la
dignidad humana lo que nos hace a todos semejantes justamente porque certifica
que cada cual es único, no intercambiable y con los mismos derechos al
reconocimiento social que cualquier otro.
c)
La experiencia de la vida nos revela en carne propia, incluso a los más
afortunados, la realidad del sufrimiento. Tomarse al otro en serio, poniéndonos
en su lugar, consiste no sólo en reconocer su dignidad de semejante sino
también en simpatizar con sus dolores, con las desdichas que por error propio,
accidente fortuito o necesidad biológica le afligen, como antes o después
pueden afligirnos a todos. Enfermedades, vejez, debilidad insuperable,
abandono, trastorno emocional o mental, pérdida de lo más querido o de lo más
imprescindible amenazas y agresiones violentas por parte de los más fuertes o
de los menos escrupulosos. Una comunidad política deseable tiene que garantizar
dentro de lo posible la asistencia
comunitaria a los que sufren y la ayuda a los que por cualquier razón menos
pueden ayudarse a sí mismos. Lo difícil es lograr que esta asistencia no se
haga a costa de la libertad y la dignidad de la persona. A veces el Estado, con
el pretexto de ayudar a los inválidos, termina por tratar como si fuesen
inválidos a toda la población. Las desdichas nos ponen en manos de los demás y
aumentan el poder colectivo sobre el individuo: es muy importante esforzarse
porque ese poder no se emplee más que para remediar carencias y debilidades:,
no para perpetuarlas bajo anestesia en nombre de una «compasión» autoritaria.
Quien
desee la vida buena para sí mismo, de acuerdo al proyecto ético, tiene también
que desear que la comunidad política de los hombres se base en la libertad, la justicia y la asistencia. La democracia
moderna ha intentado a lo largo de los dos últimos siglos establecer (primero
en la teoría y poco a poco en la práctica) esas exigencias mínimas que debe
cumplir la sociedad política: son los llamados derechos humanos cuya lista todavía es hoy,
para nuestra vergüenza colectiva, un catálogo de buenos propósitos más que de
logros efectivos. Insistir en reivindicarlos al completo, en todas parles y
para todos, no unos cuantos y sólo para unos cuantos, sigue siendo la única
empresa política de la que la ética no puede desentenderse. Respecto a que la
etiqueta que vayas a llevar en la solapa mientras tanto haya de ser de
«derechas», de «izquierdas», de «centro» o de lo que sea... bueno, tú verás,
porque yo paso bastante de esa nomenclatura algo anticuada.
Lo
que sí me parece evidente es que muchos de los problemas que hoy se nos
presentan a los cinco mil millones de seres humanos que atiborramos el planeta
(y el censo sigue, ay, en aumento) no pueden ser resueltos, ni siquiera bien
planteados, más que de forma global para todo el mundo. Piensa en el hambre,
que hace morir todavía a tantísimos millones de personas, o el subdesarrollo
económico y educativo de muchos países, o la pervivencia de sistemas políticos
brutales que oprimen sin remilgos a su población y amenazan a sus vecinos, o el
derroche de dinero y ciencia en armamentos, o la simple y llana miseria de
demasiada gente incluso en naciones ricas, etc. Creo que la actual
fragmentación política del mundo (de un mundo ya unificado por la
interdependencia económica y la universalización de las comunicaciones) no hace
más que perpetuar estas lacras y entorpecer las soluciones que se proponen.
Otro ejemplo: el militarismo, la inversión frenética en armamento de recursos
que podrían resolver la mayoría de las carencias que hoy se padecen en el
mundo, el cultivo de la guerra agresiva (arte inmoral de suprimir al otro en lugar
de intentar ponerse en su lugar)... ¿Crees tú que hay otro modo de acabar con
esa locura que no sea el establecimiento de una autoridad a escala mundial con
fuerza suficiente para disuadir a cualquier grupo de la afición a jugar a
batallitas? Por último, antes te decía que algunas cosas no son sustituibles
como lo son otras: esta «cosa» en que vivimos, el planeta Tierra, con su
equilibrio vegetal y animal no parece que tenga sustituto a mano ni que sea
posible «comprarnos» otro mundo si por afán de lucro o por estupidez destruimos
éste. Pues bien, la Tierra no es un conjunto de parches ni de parcelas:
mantenerla habitable y hermosa es una tarea que sólo puede ser asumida por los
hombres en cuanto comunidad mundial, no desde el ventajismo miope de unos
contra otros.
A
lo que voy: cuanto favorece la organización de los hombres de acuerdo con su
pertenencia a la humanidad y no por su pertenencia a tribus, me parece en
principio políticamente interesante. La diversidad de formas de vida es algo
esencial (¡imagínate qué aburrimiento si faltase!) pero siempre que haya unas
pautas mínimas de tolerancia entre ellas y que ciertas cuestiones reúnan los
esfuerzos de todos. Si no, lo que conseguiremos es una diversidad de crímenes y
no de culturas. Por ello te confieso que aborrezco
las doctrinas que enfrentan sin remedio a unos hombres con otros: el racismo, que clasifica a
las personas en primera, segunda o tercera clase de acuerdo con fantasías
pseudocientíficas; los nacionalismos
feroces, que consideran que el individuo no es nada y la identidad colectiva lo
es todo; las ideologías
fanáticas, religiosas o civiles, incapaces de respetar el pacífico conflicto
entre opiniones, que exigen a todo el mundo creer y respetar lo que ellas
consideran la «verdad, y sólo eso, etc. Pero no quiero ahora empezar a darte la
paliza política ni contarte mis puntos de vista sobre todo lo divino y lo
humano. En este último capítulo sólo he pretendido señalarte que hay exigencias
políticas que ninguna persona que quiera vivir bien puede dejar de tener. Del
resto ya hablaremos... En otro libro.
Vete
leyendo...
«No
el Hombre, sino los hombres habitan este planeta. La pluralidad es la ley de la
Tierra» (Hannah Arendt, La
vida del espíritu).
«Si
yo supiese algo que me fuese útil y que fuese perjudicial a mi Familia, lo
expulsaría de mi espíritu. Si yo supiese algo útil para mi familia y que no lo
fuese para mi patria, intentaría olvidarlo. Si yo supiese algo útil para mi
patria y que Fuese perjudicial para Europa, o bien que fuese útil para Europa y
perjudicial para el género humano, lo consideraría como un crimen, porque soy
necesariamente hombre mientras que no soy francés más que por casualidad,
(Montesquieu).
«Aunque
los estados observasen los pactos entre ellos perfectamente, es lamentable que
el uso de ratificarlo todo por un juramento religioso haya entrado en las
costumbres --como si dos pueblos separados por un ligero espacio, solamente por
una colina o por un río, no estuviesen unidos por lazos sociales fundados en la
propia naturaleza --pues esta práctica hace creer a los hombres que han nacido
para ser adversarios; o enemigos, y que tienen el deber de trabajar en su
perdición recíproca, a menos que se lo impidan los tratados (...). Por el
contrario, nadie debería ser tenido por enemigo, si no hubiese causado un daño
real. La comunidad de naturaleza es el mejor de los tratados y los hombres
están más íntima y más fuertemente unidos por la voluntad de hacerse
recíprocamente el bien que por los pactos, más vinculados por el corazón que
por las palabras» (Tomás Moro, Utopía).
EPILOGO
TENDRÁS QUE PENSARTELO
Bien, ya está. A trancas y barrancas, desde luego, pero lo principal creo que ahí queda dicho. Me refiero a lo «principal» que yo soy capaz de decirte ahora: otras cosas mucho más principales tendrás que aprenderlas de otros o, lo que será mejor, pensarlas por ti mismo. No pretendo que te tomes este libro demasiado en serio, ¡por nada del mundo! Después de todo es muy probable que ni siquiera se trate de un verdadero libro de ética, al menos si Wittgenstein tenía razón. Este notable filósofo contemporáneo consideraba tan imposible escribir un verdadero libro de ética que afirmó: «Si un hombre pudiese escribir un libro sobre ética que fuese verdaderamente un libro sobre ética, ese libro, como una explosión, aniquilaría todos los demás libros del mundo.» Aquí me tienes, ya acabando estas páginas que te dirijo y sin haber oído el trueno aniquilador de ninguna explosión. Mis viejos libros que tanto quiero (incluido ése en el que Wittgenstein la expresa la opinión antes citada) siguen afortunadamente incólumes en los estantes de la biblioteca. Por lo visto no me ha salido el encantamiento, digo el libro de ética: tú, tranquilo. Otros muchísimo mejores que yo lo intentaron antes con resultados que tampoco hicieron volar en añicos el resto de la literatura pero que de todos modos harás bien en intentar conocer: Aristóteles, Spinoza, Kant, Nietzsche... Aunque me he propuesto no citártelos a cada rato porque estábamos hablando entre amigos, te confieso que lo más aprovechable que pueda haber en las páginas anteriores viene de ellos, a mí sólo me corresponde la paternidad de las tonterías (¡perdona, no te des por aludido!).
De
modo que este libro no tienes por qué tomártelo demasiado en serio. Entre otras
cosas porque la «seriedad» no suele ser una señal inequívoca de sabiduría, como
creen los pelmazos: la inteligencia debe saber reír... Su tema, en cambio,
harás bien en no pasarlo por alto: trata de lo que puedes hacer con tu vida y
si eso no te interesa, ya no sé lo que puede interesarte. ¿Cómo vivir del mejor
modo posible? Esta pregunta me resulta mucho más sustanciosa que otras
aparentemente más tremendas: «¿Tiene sentido la vida? ¿Merece la pena vivir?
¿Hay vida después de la muerte?» Mira, la vida tiene sentido y sentido único;
va hacia adelante, no hay moviola, no se repiten las jugadas ni suelen poder
corregirse. Por eso hay que reflexionar sobre lo que uno quiere y fijarse en lo
que se hace. Después... guardar siempre el ánimo ante los fallos, porque la
suerte también juega y a nadie se le deja acertar en todas las ocasiones. ¿El
sentido de la vida? Primero, procurar no fallar; luego, procurar fallar sin
desfallecer. En cuanto a si merece la pena vivir, te remito a lo que comentaba
a este respecto Samuel Butler, un escritor inglés a menudo guasón: «Ésa es una
pregunta para un embrión no para un hombre.» Cualquiera que sea el criterio que
elijas para juzgar si la vida vale la pena o no, lo tendrás que tomar de esa
misma vida en la que ya estás sumergido. Incluso si rechazas la vida, lo harás
en nombre de valores vitales, de ideales o ilusiones que has aprendido durante
el oficio de vivir. De modo que es la vida lo que vale... incluso para quien
llega a la conclusión de que no vale la pena vivir. ¡Más razonable sería
preguntarnos si «tiene sentido la muerte», si la muerte «vale la pena», porque
de ésa si que no sabemos nada, ya que todo nuestro saber y todo lo que para
nosotros vale proviene de la vida! Creo que toda ética digna de ese nombre
parte de la vida y se propone reforzarla, hacerla más rica. Me atreveré a ir
más lejos, ahora que nadie nos oye: pienso que sólo es bueno el que siente una antipatía activa por la muerte.
¡Ojo! Digo «antipatía» y no «miedo»; en el miedo siempre hay un inicio de
respeto y bastante sumisión. No creo que la muerte se merezca tanto... Pero
¿hay vida después de la muerte? Desconfío de todo lo que debe conseguirse
gracias a la muerte, aceptándola, utilizándola, haciendo manitas con ella, sea
la gloria en este mundo o la vida perdurable en algún otro. Lo que me interesa
no es si hay vida después
de la muerte, sino que haya vida antes.
Y que esa vida sea buena, no simple supervivencia o miedo constante a morir.
Me
quedo pues con la pregunta acerca de cómo vivir mejor. A lo largo de todos los
capítulos anteriores he intentado no tanto contestarla como ayudarte a comprenderla más a fondo.
En cuanto a la respuesta, me temo que no vas a tener más remedio que buscártela
personalmente. Y eso por tres razones:
a)
Por la propia incompetencia de tu improvisado maestro, o sea yo. ¿Cómo voy yo a
enseñar a vivir bien a nadie si sólo acierto a vivir regular y gracias? Me
siento como un calvo anunciando un crecepelo insuperable...
b)
Porque vivir no es una ciencia exacta, como las matemáticas, sino un arte, como la música. De
la música se pueden aprender ciertas reglas y se puede escuchar lo que han
creado grandes compositores, pero si no tienes oído, ni ritmo, ni voz, de poco
va a servirte todo eso. Con el arte de vivir pasa lo mismo: lo que puede
enseñarse le viene muy bien a quien tiene condiciones, pero al «sordo» de
nacimiento son cosas que le aburren o le lían aún más de lo que está. Claro que
en este campo la mayoría de los sordos suelen serlo voluntariamente...
c)
La buena vida no es algo general, fabricado en serie, sino que sólo existe a la
medida. Cada
cual debe ir inventándosela de acuerdo con su individualidad, única,
irrepetible... y frágil. En lo de vivir bien, la sabiduría o el ejemplo de los
demás pueden ayudarnos pero no sustituirnos...
La
vida no es como las medicinas, que todas vienen con su prospecto en el que se
explican las contraindicaciones del producto y se detalla la dosis en que debe
ser consumido. Nos la dan sin receta, la vida y sin prospecto. La ética no
puede suplir del todo esa deficiencia porque no es más que la crónica de los
esfuerzos hechos por los humanos para remediarla. Un escritor francés muerto no
hace mucho, Georges Perec, escribió un libro titulado así: La vida: instrucciones para su uso.
Pero se trata de una deliciosa e inteligente broma literaria, no de un sistema
de ética. Por eso he renunciado a darte una serie de instrucciones sobre
cuestiones concretas: que si el aborto, que si los preservativos, que si la
objeción de conciencia, que si patatín o que si patatán. Ni mucho menos he
tenido el atrevimiento (¡tan repelentemente típico de quienes se consideran
«moralistas»!) de predicarte en tono lastimero o indignado sobre los «males» de
nuestro siglo: el consumismo, ¡ah!, la insolidaridad, ¡eh!, el afán de dinero,
¡oh!, la violencia, ¡uh!, la crisis de valores, ¡ah, eh, oh, uh! Tengo mis
opiniones sobre esos temas y sobre otros, pero yo no soy «la ética»: sólo soy
papá. A través de mí, la ética lo único que puede decirte es que busques y
pienses por ti mismo, en libertad sin trampas: responsablemente. He intentado
enseñarte formas
de andar, pero ni yo ni nadie tiene derecho a llevarte en hombros. ¿Acabo con
el último consejo, sin embargo? Ya que se trata de elegir, procura elegir siempre aquellas
opciones que permiten luego mayor número de otras opciones posibles, no las que
te dejan cara a la pared. Elige lo que te abre:
a los otros, a nuevas experiencias, a diversas alegrías. Evita lo que te
encierra y lo que te entierra. Por lo demás, ¡suerte! Y también aquello otro
que una voz parecida a la mía te gritó aquel día en tu sueño cuando amenazaba
arrastrarte el torbellino: ¡confianza!
Despedida
«Adiós,
amigo lector; intenta no ocupar tu vida en odiar y tener miedo» (Stendhal, Lucien Leuwen).
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