Oración
Fúnebre de Pericles
(Reconstruida
por Tucídides)
La mayoría de mis predecesores en
este sitio nos ha dicho que es honesto pronunciar algunas palabras, exigidas
por la ley durante el entierro de aquéllos que han muerto en batalla.
Por lo que se refiere a mí mismo,
me inclino a pensar que el valor que se ha mostrado en hechos concretos ya ha
sido saldado suficientemente mediante los honores, también mostrados en hechos
concretos. Ustedes mismos pueden apreciar lo que ellos significan ya que están
participando de este funeral solventado por el pueblo.
Debiera también yo desear que las
reputaciones de tantos hombres valientes no estuvieran en peligro en boca de un
orador único, de tal manera que ellas suban o bajen según si habla bien o mal.
Puesto que es duro hablar
adecuadamente, cuando ya de entrada se presenta la dificultad de convencer al
auditorio que se está diciendo la verdad.
Por un lado, el amigo a quien le
son familiares algunos hechos de la vida de estos muertos puede pensar que
varios aspectos no han sido destacados con la dedicación que desea y que sabe
que merecen.
Por otro, aquél que no los ha
conocido puede sospechar por envidia, que hay exageración, cuando escucha
mencionar virtudes que están por encima de su propia naturaleza. (Porque los
hombres aceptan que se ensalce a otros en tanto en cuanto ellos se puedan
persuadir que las mismas acciones recordadas las podrían haber vivido ellos
mismos como protagonistas.
Cuando ese limite se traspasa,
surge la envidia y con ella la incredulidad). Sin embargo como nuestros
antecesores han establecido esta costumbre y la han aprobado, la obediencia a
la ley pasa a constituir para mí un deber.
Intentaré satisfacer las opiniones
y deseos de todos ustedes de la mejor manera que pueda.
Tendría que comenzar con nuestros
antepasados. Es tan adecuado como prudente, que ellos reciban el honor de ser
mencionados en primer lugar, en una ocasión como la de ahora, ellos vivieron en
esta comarca sin interrupción de generación en generación; y nos la entregaron
libre como resultado de su bravura. Y si nuestros antepasados más lejanos
merecen alabanza, mucho más son merecedores de ella nuestros padres directos.
Ellos sumaron a nuestra herencia el imperio que hoy poseemos y no escatimaron
esfuerzo alguno para transmitir esa adquisición a la generación presente.
Por último, hay muy pocas partes de
nuestro dominio que no hayan sido aumentadas por aquellos de entre nosotros que
han llegado a la madurez de sus vidas. Por su esfuerzo la patria se encuentra
provista con todo lo que le permite depender de sus propios recursos, tanto
en la guerra como en la paz.
Aquella parte de nuestra historia
que muestra cómo nuestras hazañas bélicas trajeron como consecuencia nuestras
diversas posesiones, así como también la que muestra cómo tanto nosotros como
nuestros padres pudimos frenar la marea de la agresión extranjera,
valerosamente y sin dobleces, constituye un capítulo demasiado conocido por
todos los que me escuchan.
No necesito extenderme en el tema
que, por consiguiente, dejo de lado. Pero cuál fue el camino por el que
llegamos a nuestra posición; cuál es la forma de gobierno que permitió volver
más evidente nuestra grandeza; cuáles los hábitos nacionales a partir de los
cuales ella se originó; éstos son los problemas máximos que intento dejar en
claro, antes de proseguir con el panegírico de todos estos muertos.
Pienso que el tema es adecuado para
una ocasión como la presente y que ha de resultar ventajoso escucharlo con
atención tanto por los nativos como por los extranjeros. Nuestra constitución
no copia leyes de los estados vecinos. Más bien somos patrón de referencia para
los demás, en lugar de ser imitadores de otros. Su gestión favorece a la
pluralidad en lugar de preferir a unos pocos. De ahí que la llamamos democracia.
Otra diferencia entre nuestros usos
y los de nuestros antagonistas se aprecia con nuestra política militar. Abrimos nuestra ciudad al mundo. No les
prohibimos a los extranjeros que nos observen y aprendan de nosotros, aunque
ocasionalmente los ojos del enemigo han de sacar provecho de esta falta de
trabas. Nuestra confianza en los sistemas y en las políticas es mucho menor que
nuestra confianza en el espíritu nativo de nuestros conciudadanos.
En lo que se refiere a la educación,
mientras nuestros rivales ponen énfasis en la virilidad desde la cuna misma y a
través de una penosa disciplina, en Atenas vivimos exactamente como nos gusta;
y sin embargo nos alistamos de inmediato frente a cualquier peligro real. Una prueba de que esto en así se aprecia con
los lacedemonios quienes por sí solos no invaden nuestras comarcas, sino que
traen consigo a todos sus confederados; mientras nosotros, atenienses, avanzamos sin aliados hacia el territorio de
un vecino y luchando en tierra extranjera derrotamos usualmente con facilidad a los mismos que
están defendiendo sus hogares.
No hubo aún un enemigo que se
opusiera a toda nuestra fuerza unida, puesto que nos empeñamos al mismo tiempo,
no sólo en alistar a nuestra marina, sino también en despachar por tierra a nuestros
conciudadanos en cien servicios diferentes. Y así resulta que a menudo entra en
lucha alguna de estas fracciones de nuestro poderío total. Si el encuentro
resulta victorioso para el enemigo, su triunfo lo exageran como si fuera la
victoria sobre toda la nación. Si en cambio cae derrotado, el contraste se
presenta como sufrido con el concurso de un pueblo entero.
Y, sin embargo, con hábitos que son
más bien de tranquilidad que de esfuerzo y con coraje que es más bien
naturaleza que arte, estamos preparados para enfrentar cualquier peligro con
esta doble ventaja: escapamos de la experiencia de una vida dura, obsesionada
por la aversión al riesgo; y sin embargo, en la hora de la necesidad,
enfrentamos dicho riesgo con la misma falta de temor de aquellos otros que
nunca se ven libres de una permanente dureza de vida.
Pero con estos puntos no finaliza
la lista de los motivos que causan admiración en nuestra ciudad.
Cultivamos el refinamiento sin
extravagancia; la comodidad la apremiamos sin afeminamiento; la riqueza la usamos en cosas útiles más
que en fastuosidades, y le atribuimos a la pobreza una única desgracia
real.
La pobreza es desgraciada no por la
ausencia de posesiones sino porque invita al desánimo en la lucha por salir de
ella. Nuestros hombres públicos tienen que atender a sus negocios privados al mismo tiempo que a la política y nuestros ciudadanos ordinarios, aunque
ocupados en sus industrias, de todos modos son jueces adecuados cuando el tema
es el de los negocios públicos.
Puesto que discrepando con
cualquier otra nación donde no existe la ambición de participar en esos
deberes, considerados inútiles, nosotros los atenienses somos todos capaces de
juzgar los acontecimientos, aunque no todos seamos capaces de dirigirlos.
En lugar de considerar a la
discusión como una piedra que nos hace tropezar en nuestro camino a la acción,
pensamos que es preliminar a cualquier decisión sabía. De nuevo presentamos el
espectáculo singular de atrevimiento irracional y de deliberación racional en
nuestras empresas: cada uno de ellos llevado hasta su valor extremo y ambos
unidos en una misma persona, mientras que, por igual caso, en otros pueblos,
las decisiones son el resultado solamente de la ignorancia o solamente del
espíritu de aventura o solamente de la reflexión.
La palma del valor corresponde ser
entregada en justicia a aquellos que no ignoran, por haberlo experimentado en
carne propia, la diferencia entre la dureza de la vida y el placer de la vida;
y que, sin embargo, no ceden a la tentación de escapar frente al peligro.
Si nos referimos a nuestras leyes,
ellas garantizan igual justicia a todos, en sus diferencias privadas. En lo que
respecta a las diferencias sociales, el progreso en la vida pública se vuelca
en favor de los que exhiben el prestigio de la capacidad. Las consideraciones
de clase no pueden interferir con el mérito. Aún más, la pobreza, no es óbice
para el ascenso. Si un ciudadano es útil para servir al Estado, no es obstáculo
la oscuridad de su condición, la libertad de la cual gozamos en nuestro gobierno, la extendemos así mismo
a nuestra vida cotidiana. En ella, lejos de ejercer una supervisión celosa de
unos sobre otros, no manifestamos tendencia a enojarnos con el vecino, por
hacer lo que le place. Y puesto que nada está haciendo, opuesto a la ley, nos
cuidamos muy bien de permitirnos a nosotros mismos exhibir esas miradas
críticas que sin duda resultan molestas.
Pero esta liberalidad en nuestras
relaciones privadas no nos transforma en ciudadanos sin ley. Nuestras
principales preocupaciones tratan de evitar dicho riesgo, por lo cual nos
educamos en la obediencia de los magistrados y de las leyes, un ejemplo de lo
expresado es el referente a la protección a los inválidos, sean los inscritos
en el padrón del estatuto, ya sean los amparados por ese otro código que, a
pesar de no estar escrito, no puede ser violado sin condena.
Más aún, disponemos de recursos
numerosos conque la mente se pueda distraer del negocio. Celebramos juegos y
sacrificios a lo largo del año. La elegancia de nuestras construcciones forman
una fuente diaria de placer y nos ayudan a desterrar el aburrimiento, mientras
esa magnificencia de nuestra ciudad atrae a los productos del mundo hacia
nuestro puerto.
En lo referente a la generosidad
destacamos asimismo en forma singular ya que nos forjamos amigos dando, en
lugar de recibiendo favores. Pero por supuesto, quien hace los favores es el
más firme amigo de ambos, de manera de mantener al amigo en su deuda, mediante
una amabilidad continuada. Mientras que el deudor se siente menos atraído
puesto que se da cuenta que la devolución que él ofrece es un pago casi
obligado pero no una libre dádiva.
Y son solamente los atenienses
quienes sin temor por las consecuencias abren su amistad, no por cálculos de
una cuenta por saldar, sino en la
confianza de la liberalidad. En pocas palabras resumo que nuestra ciudad es la
escuela de Grecia y que dudo que el mundo pueda producir otro hombre que
dependiendo sólo de sí mismo llegue a su altura en tantas emergencias y resulte
agraciado por tamaña versatilidad como el ateniense.
Y ésta no es una mera bravata
lanzada en esta ocasión favorable, sino que es la realidad de los hechos,
considerando el presente poder de Atenas que esos hábitos conquistaron. Porque solamente
Atenas ha llegado a ser superior a su fama y es la única que, en ocasión de ser
asaltada, no ocasiona pudor en sus antagonistas cuando ellos resultan
derrotados. Ni sus mismos enemigos cuestionan su derecho, obtenido por mérito,
de poner de manifiesto su imperio.
Más bien la admiración de la edad
presente y de la futura estará dirigida hacia nosotros dado que no hemos dejado
nuestro poder sin testigos. Antes bien, han quedado de él testimonios
gigantescos.
Lejos de necesitar a un Homero como
panegirista ni otro con habilidades artísticas tales, que sus versos puedan
encantar por un momento (aunque la impresión que dejan se derrite luego frente
a la realidad), nosotros hemos obligado a cada tierra y a cada agua que se
transforme en la ruta de nuestro valor. Y hemos dejado en todo sitio monumentos
imperecederos, de una índole o de otra, detrás de nosotros.
Ésta es la Atenas por la cual estos
hombres han luchado y muerto noblemente, en la seguridad de contribuir a que no
desfallezca. De la misma manera que cualquiera de los sobrevivientes está
dispuesto a morir por la misma causa. Por supuesto, si es que me he detenido
con cierto detalle en señalar el carácter de nuestra comarca, ha sido para
mostrar que nuestra disposición en la lucha no es la misma que la de aquellos
que no tienen ese tipo de bendiciones que se pueden llegar a perder si no se
defienden; y también para demostrar que el panegírico de los hombres a quienes
me refiero puede ser construido sobre la base de pruebas establecidas.
Casi está completo este panegírico.
Pues la Atenas
que he celebrado, es solamente la que ha conquistado el heroísmo de éstos y de
sus émulos. Al fin estos hombres, apartándose del resto de los helenos, han de
llegar a tener una fama solamente comparable a sus merecimientos. Pero si hace
falta prueba definitiva de su bravura intrínseca, es fácil encontrarla en esta
escena terminal.
No es solamente el caso de aquéllos
a quienes la muerte puso el sello final atestiguando el mérito que tenían sino también el otro caso, en que coincidió
con la primera señal de que tuvieran mérito. Hay justicia en la aseveración de
que el valor en las batallas por su nación puede ocultar muy bien otras
imperfecciones del hombre, dado que la buena acción ha ocultado a la mala; y su
mérito como ciudadano más que sobradamente ha balanceado a su demérito como
individuo. Pero ninguno de éstos permitió que su bienestar económico, si ya lo
conocía, o que la esperanza, aún sin realidad, de una futura situación de
bienestar, disminuyera su solidario espíritu de lucha; así como la pobreza, en
otros casos, pese a la esperanza de un día de riqueza, a nadie tentó a que se
escapara del peligro.
Sintiendo que la bravura frente al
enemigo es más deseable que sus personales venturas; y dándose cuenta que en
esta ocasión surge el más glorioso de los azares, ellos se determinaron
gozosamente a aceptar el riesgo, a confirmar su altivez, y a postergar sus
deseos; y mientras se arrojaban hacia la esperanza de volcar la incertidumbre
de la victoria, en la empresa que estaba frente a ellos, prefirieron morir
resistiendo, en lugar de vivir sometiéndose. Huyeron solamente del deshonor.
Luego de un breve momento, que resultó la crisis de su fortuna, durante el cual
pensaron en escapar, no de su miedo, sino de su gloria, enfrentaron la muerte cara
a cara.
Y así murieron estos hombres como
es honesto de un ateniense. Ustedes, los sobrevivientes, se tienen que
determinar, en el campo de batalla, a la misma resolución inalterable, pese a
que es lícito que oren por un desenlace más feliz. Y sin contentarse con ideas
solamente inspiradas en palabras, con respecto a las ventajas de defender
nuestro país (aunque esas palabras serían un arma de importancia para cualquier
orador frente a un auditorio tan sensible como el presente) ustedes mismos, con
su acción, deben exaltar el poder de Atenas y alimentar los ojos con su visión,
día a día, hasta que el amor por ella llene el corazón de ustedes; y luego,
cuando su grandeza se derrame hacia ustedes, deben reflexionar que fue el
coraje, el sentimiento del deber y una sensibilidad especial del honor en
acción, los que permitieron al hombre ganar todo esto.
A pesar de que existieran las
fallas de carácter, o las defecciones previas en la vida personal, ellas no
fueron suficientes como para privar a la patria de su valor, puesto a sus pies
como homenaje, como la contribución más gloriosa entre las que ellos podían
ofrecer.
Por esta ofrenda de sus vidas hecha
en común por todos ellos, individualmente, cada uno de ellos, se hizo acreedor
de un renombre que no se vuelve caduco, así como se hizo acreedor de un
sepulcro, mucho más que el receptáculo de sus huesos: ya que es el más noble de
los altares.
Altar donde se deposita la gloria
por ellos alcanzada para ser recordada cuando las eventualidades inviten a su
conmemoración. Porque los héroes tienen al mundo entero por tumba y en países
alejados del que los vio nacer (único sitio donde un epitafio lo atestigua)
tienen su ara en cada pecho y un recordatorio no escrito en cada corazón que
como mármol lo preserva, adopten ustedes estos hombres como modelo y juzgando
que la felicidad es el fruto de la libertad y que la libertad es el fruto de la
bravura, nunca declinen la exaltación de sus valores.
No son desgraciados quienes no
ahorran su vida en aras de lo justo; nada tienen que perder, si no más bien, lo
son aquéllos quienes ahorran sus vidas a
costa de una caída que si sobreviene, ha de tener tremenda consecuencia. Y sin
duda, para un hombre de espíritu, la degradación de la cobardía debe ser
inmensamente más triste que la muerte que no se siente, pues lo golpea en la
plenitud de sus fuerzas y de su patriotismo.
Puedo ofrecer ayuda, pero no
condolencias, a los parientes de los muertos. Son innumerables los azares a los
cuales el hombre está sujeto, como ustedes saben muy bien. Pero son afortunados
aquellos a quienes el azar ofrece una muerte gloriosa, la misma que hoy nos
enluta. Aquellos cuya vida ha sido tan bien medida que pudiera acabar en la
felicidad de servir de modelo.
A pesar de ello reconozco que es
una dura manera de decir, especialmente cuando está involucrado aquel que ha de
ser recordado por ustedes, que ven continuar en otros hogares la bendición que
alguna vez también han tenido, porque la pena se siente más por la pérdida de
algo a lo cual estábamos acostumbrados, que por el deseo de algo que nunca fue
nuestro. Aquellos entre los deudos que estén en edad de procrear hijos, deben
consolarse con la esperanza detener otros en su lugar.
No solamente van a ayudar a que no
olvide a quien se ha perdido, sino que para el mismo estado ha de ser un refuerzo y un reaseguro. Porque
nunca un ciudadano ha de buscar tanto una política justa y honesta cuanto que
lo motiven, siendo padre, los intereses y las aprehensiones de tal bendición.
Los que ya han sobrepasado la edad madura, dejen que los convenza la idea de
que la mayor parte de la vida les fue afortunada y que el breve intervalo que
falta, ha de ser iluminado con la fama del que ya no está. Porque lo único que
no se vuelve viejo es el amor al honor.
No son las riquezas, como algunos
quisieran. Es el honor lo que reconforta
al corazón, con la edad y la falta de ayuda.
Me dirijo a los hijos y a los
hermanos de los difuntos. Veo una ardua lucha en ustedes. Cuando un ser humano
se va, todos tienden a alabarlo y pese a que el mérito de ustedes ha de ir
creciendo, difícil que se acerque a su
renombre. Los vivientes se ven expuestos a la envidia. En cambio los muertos
están libres de ella y honrados con la buena voluntad de quienes los recuerdan.
He de decir algo sobre la
excelencia femenina de aquéllas, entre ustedes, que se encuentran hoy en la
viudez. Grande ha de ser la gloria de ustedes, si es que no permiten que
decaiga el ánimo por debajo del carácter natural de cada una. Pero más grande
ha de ser todavía, entre los atenienses, la de aquella que consiga no ser
mencionada, ni para bien, ni para mal.
Mí tarea ha acabado. He cumplido
con lo mejor de mi habilidad y por lo menos, en lo referente a la intención,
con lo dispuesto por la ley. Si es trata de hechos concretos, aquellos que han
sido enterrados han recibido los honores que los corresponde; en lo que se
refiere a sus hijos, han de ser mantenidos hasta la adultez, por los caudales
públicos.
El estado ofrece así una recompensa
de valía como guirnalda de victoria para esta raza de bravos, recompensando tanto a los caídos como a sus
descendientes. Allí donde la recompensa al mérito es máxima, allí se encuentran
los mejores ciudadanos. Terminando las lamentaciones por sus parientes, pueden
ustedes partir.
Las Cariatides, Acrópolis de Atenas
(Atenas, h. 495 a.C.-id., 429 a.C.) Político y orador ateniense. Hijo de Jantipo, artífice de la victoria helena sobre los persas en la batalla de Micala (479 a.C.), y de Agaristé, sobrina del prestigioso legislador ateniense Clístenes y miembro de la familia aristocrática de los alcmeónidas, Pericles fue discípulo de los filósofos Anaxágoras de Clazómenes, Protágoras de Abdera y Zenón de Elea. Movido por su amor a las letras, financió en el 472 a.C. la representación de la tragedia de Esquilo Los persas.
Hacia los treinta años, Pericles inició su carrera política dentro del partido democrático de Efialtes y, cuando éste fue asesinado (461 a.C.), asumió su dirección e hizo aprobar por la Asamblea de Atenas una serie de reformas que acentuaban el carácter democrático del Estado ateniense, a pesar de la oposición de la oligarquía.
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