Aristóteles
Política
Libro primero, capítulo primero
Origen
del Estado y de la sociedad
Todo Estado es
evidentemente una asociación, y toda asociación no se forma sino en vista de
algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen
nada sino en vista de lo que les parece ser bueno. Es claro, por lo tanto, que
todas las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más
importante de todos los bienes debe ser el objeto de la más importante de las
asociaciones, de aquella que encierra todas las demás, y a la cual se llama
precisamente Estado y asociación política.
No han tenido razón, pues,
los autores para afirmar que los caracteres de rey, magistrado, padre de
familia y dueño se confunden. Esto equivale a suponer, que toda la diferencia
entre estos no consiste sino en el más y el menos, sin ser específica; que un
pequeño número de administrados constituiría el dueño, un número mayor el padre
de familia, uno más grande el magistrado o el rey; es suponer, en fin, que una
gran familia es en absoluto un pequeño Estado. Estos autores añaden, por lo que
hace al magistrado y al rey, que el poder del uno es personal e independiente,
y que el otro es en parte jefe y en parte [18] súbdito, sirviéndose de las
definiciones mismas de su pretendida ciencia.
Toda esta teoría es falsa;
y bastará, para convencerse de ello, adoptar en este estudio nuestro método
habitual. Aquí, como en los demás casos, conviene reducir lo compuesto a sus
elementos indescomponibles, es decir, a las más pequeñas partes del conjunto.
Indagando así cuáles son los elementos constitutivos del Estado, reconoceremos
mejor en qué difieren estos elementos, y veremos si se pueden sentar algunos
principios científicos para resolver las cuestiones de que acabamos de hablar.
En esto, como en todo, remontarse al orígen de las cosas y seguir atentamente
su desenvolvimiento, es el camino más seguro para la observación.
Por lo pronto es obra de la
necesidad la aproximación de dos seres que no pueden nada el uno sin el otro:
me refiero a la unión de los sexos para la reproducción. Y en esto no hay nada
de arbitrario, porque lo mismo en el hombre que en todos los demás animales y
en las plantas{1} existe
un deseo natural de querer dejar tras sí un ser formado a su imagen.
La naturaleza, teniendo en
cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos seres para mandar y a
otros para obedecer. Ha querido que el ser dotado de razón y de previsión mande
como dueño, así como también que el ser capaz por sus facultades corporales de
ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo, y de esta suerte el interés del
señor y el del esclavo se confunden.
La naturaleza ha fijado por
consiguiente la condición especial de la mujer y la del esclavo. La naturaleza
no es mezquina como nuestros artistas, y nada de lo que hace se parece a los
cuchillos de Delfos fabricados por aquellos. En la naturaleza, un ser no tiene
más que un solo destino, porque los instrumentos son más perfectos cuando
sirven, no para muchos usos, sino para uno sólo. Entre los bárbaros la mujer y
el esclavo están en una misma línea, y la razón es muy clara; la naturaleza no
ha creado entre ellos un ser destinado a mandar, y realmente no cabe entre los
mismos otra unión que la de esclavo con esclava, y los poetas no se engañan
cuando dicen: [19]
«Sí, el griego tiene derecho a mandar al bárbaro»,
puesto que la naturaleza ha
querido que bárbaro y esclavo fuesen una misma cosa{2}.
Estas dos primeras
asociaciones, la del señor y el esclavo, la del esposo y la mujer, son las
bases de la familia, y Hesíodo lo ha dicho muy bien en este verso{3}:
«La casa, después la mujer y el buey arador;»
porque el pobre no tiene
otro esclavo que el buey. Así, pues, la asociación natural y permanente es la
familia, y Carondas ha podido decir de los miembros que la componen «que comían
a la misma mesa», y Epiménides de Creta «que se calentaban en el mismo hogar.»
La primera asociación de
muchas familias, pero formada en virtud de relaciones que no son cotidianas, es
el pueblo, que justamente puede llamarse colonia natural de la familia, porque
los individuos que componen el pueblo, como dicen algunos autores, «han mamado
la leche de la familia», son sus hijos, «los hijos de sus hijos.» Si los
primeros Estados se han visto sometidos a reyes, y si las grandes naciones lo
están aún hoy, es porque tales Estados se formaron con elementos habituados a
la autoridad real, puesto que, en la familia, el de más edad es el verdadero
rey, y las colonias de la familia han seguido filialmente el ejemplo que se les
había dado. Por esto, Homero ha podido decir{4}:
«Cada uno por separado gobierna como señor a sus
mujeres y a sus hijos.»
En su origen todas las
familias aisladas se gobernaban de esta manera. De aquí la común opinión según
la que están los dioses sometidos a un rey, porque todos los pueblos
reconocieron en otro tiempo o reconocen aún hoy la autoridad real, y los
hombres nunca han dejado de atribuir a los dioses sus propios hábitos, así como
se los representaban a imagen suya.
La asociación de muchos
pueblos forma un Estado completo, que llega, si puede decirse así, a bastarse
absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de la vida, y
debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas.
Así el Estado procede
siempre de la naturaleza, lo mismo que [20] las primeras asociaciones, cuyo fin
último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo
que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento,
se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo, o
de una familia. Puede añadirse, que este destino y este fin de los seres es
para los mismos el primero de los bienes, y bastarse a sí mismo es a la vez un
fin y una felicidad. De donde se concluye evidentemente que el Estado es un
hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable, y que el que vive
fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar, es ciertamente,
o un ser degradado, o un ser superior a la especie humana; y a él pueden
aplicarse aquellas palabras de Homero{5}:
«Sin familia, sin leyes, sin hogar...»
El hombre, que fuese por
naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo respiraría guerra, porque sería
incapaz de unirse con nadie como sucede a las aves de rapiña.
Si el hombre es
infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que
viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la
naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre
exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el
dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les
permite sentir estas dos afecciones, y comunicárselas entre sí; pero la palabra
ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y por consiguiente lo justo y
lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que
sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los
sentimientos del mismo orden, cuya asociación constituye precisamente la familia
y el Estado.
No puede ponerse en duda
que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada individuo, porque
el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido el
todo, ya no hay partes, no hay pies, no hay manos, a no ser que por una pura
analogía de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano separada del
cuerpo no es ya una mano real. Las cosas se definen en general por los actos
que realizan y pueden realizar, y tan pronto como cesa su aptitud anterior,
[21] no puede decirse ya que sean las mismas; lo único que hay es que están
comprendidas bajo un mismo nombre. Lo que prueba claramente la necesidad
natural del Estado y su superioridad sobre el individuo es, que si no se
admitiera, resultaría que puede el individuo entonces bastarse a sí mismo
aislado así del todo como del resto de las partes; pero aquel que no puede
vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene necesidades no
puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un dios.
La naturaleza arrastra pues
instintivamente a todos los hombres a la asociación política. El primero que la
instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre, que cuando ha alcanzado
toda la perfección posible es el primero de los animales, es el último cuando vive
sin leyes y sin justicia. En efecto, nada hay más monstruoso que la injusticia
armada. El hombre ha recibido de la naturaleza las armas de la sabiduría y de
la virtud, que debe emplear sobre todo para combatir las malas pasiones. Sin la
virtud es el ser más perverso y más feroz, porque sólo tiene los arrebatos
brutales del amor y del hambre. La justicia es una necesidad social, porque el
derecho es la regla de vida para la asociación política, y la decisión de lo
justo es lo que constituye el derecho.
———
{1} Algunos
comentadores, al ver que Aristóteles atribuía a las plantas este deseo, han
creído que conocía la diferencia de sexos en los vegetales. Saint-Hilaire, p.
3.
{2} Véase
la Ifigenia de Eurípides, v. 1400.
{3} Verso
de Hesiodo, Las Obras y los días, v. 403.
{4} Odisea, IX.
104, 115.
Política ·
libro primero, capítulo II
De la esclavitud
Ahora
que conocemos de una manera positiva las partes diversas de que se compone el
Estado, debemos ocuparnos ante todo del régimen económico de las familias,
puesto que el Estado se compone siempre de familias. Los elementos de la
economía doméstica son precisamente los de la familia misma, que, para ser
completa, debe comprender esclavos y hombres libres. Pero como para darse razón
de las cosas, es preciso ante todo someter a examen las partes más sencillas de
las mismas, siendo las partes primitivas y simples de la familia el señor y el
esclavo, el esposo y la mujer, el padre y los hijos, deberán estudiarse
separadamente estos tres órdenes de individuos, para ver lo que es cada uno de
ellos y lo que debe ser. Tenemos [22] primero la autoridad del señor, después la
autoridad conyugal, ya que la lengua griega no tiene palabra particular para
expresar esta relación del hombre a la mujer; y, en fin, la generación de los
hijos, idea para la que tampoco hay una palabra especial. A estos tres
elementos, que acabamos de enumerar, podría añadirse un cuarto, que ciertos
autores confunden con la administración doméstica, y que, según otros, es
cuando menos un ramo muy importante de ella: la llamada adquisición de la
propiedad que también nosotros estudiaremos.
Ocupémonos
desde luego del señor y del esclavo, para conocer a fondo las relaciones
necesarias que los unen, y ver al mismo tiempo si podemos descubrir en esta
materia ideas que satisfagan más que las recibidas hoy día.
Se
sostiene por una parte, que hay una ciencia, propia del señor, la cual se
confunde con la del padre de familia, con la del magistrado y con la del rey,
de que hemos hablado al principio. Otros, por lo contrario, pretenden que el
poder del señor es contra naturaleza; que la ley es la que hace a los hombres
libres y esclavos, no reconociendo la naturaleza ninguna diferencia entre
ellos; y que por último la esclavitud es inicua, puesto que es obra de la
violencia{6}.
Por
otro lado, la propiedad es una parte integrante de la familia; y la ciencia de
la posesión forma igualmente parte de la ciencia doméstica, puesto que sin las
cosas de primera necesidad, los hombres no podrían vivir y menos vivir
dichosos. Se sigue de aquí que, así como las demás artes necesitan, cada cual
en su esfera, de instrumentos especiales, para llevar a cabo su obra, la
ciencia doméstica debe tener igualmente los suyos. Pero entre los instrumentos,
hay unos que son inanimados y otros que son vivos; por ejemplo, para el patrón
de una nave, el timón es un instrumento sin vida, y el marinero de proa un
instrumento vivo, pues en las artes al operario, se le considera como un
verdadero instrumento. Conforme al mismo principio, puede decirse que la
propiedad no es más que un instrumento de la existencia, la riqueza una porción
de instrumentos, y el [23] esclavo una propiedad viva; sólo que el operario, en
tanto que instrumento, es el primero de todos. Si cada instrumento pudiese, en
virtud de una orden recibida o, si se quiere, adivinada, trabajar por sí mismo,
como las estatuas de Dédalo{7} o los trípodes de Vulcano{8} «que se iban solos a las reuniones de
los dioses»; si las lanzaderas tejiesen por sí mismas; si el arco tocase solo
la cítara, los empresarios prescindirían de los operarios, y los señores de los
esclavos. Los instrumentos, propiamente dichos, son instrumentos de producción;
la propiedad, por lo contrario, es simplemente para el uso. Así, la lanzadera
produce algo más que el uso que se hace de ella; pero un vestido, una cama,
sólo sirven para este uso. Además como la producción y el uso difieren
específicamente, y estas dos cosas tienen instrumentos que son propios de cada
una, es preciso que entre los instrumentos de que se sirven haya una diferencia
análoga. La vida es el uso y no la producción de las cosas, y el esclavo sólo
sirve para facilitar estos actos que se refieren al uso. Propiedad es una
palabra que es preciso entender como se entiende la palabra parte: la parte no
sólo es parte de un todo, sino que pertenece de una manera absoluta a una cosa
distinta que ella misma. Lo mismo sucede con la propiedad; el señor es
simplemente señor del esclavo, pero no depende esencialmente de él; el esclavo,
por lo contrario, no es sólo esclavo del señor, sino que depende de éste
absolutamente. Esto prueba claramente lo que el esclavo es en sí y lo que puede
ser. El que por una ley natural no se pertenece a sí mismo, sino que, no
obstante ser hombre, pertenece a otro, es naturalmente esclavo. Es hombre de
otro el que en tanto que hombre se convierte en una propiedad, y como propiedad
es un instrumento de uso y completamente individual.
Es
preciso ver ahora si hay hombres que sean tales por naturaleza o si no existen,
y si, sea de esto lo que quiera, es justo y útil el ser esclavo, o bien si toda
esclavitud es un hecho contrario a la naturaleza. La razón y los hechos pueden
resolver fácilmente estas cuestiones. La autoridad y la obediencia no son sólo
cosas necesarias, sino que son eminentemente útiles. Algunos seres, desde el
momento en que nacen, están destinados, [24] unos a obedecer, otros a mandar;
aunque en grados muy diversos en ambos casos. La autoridad se enaltece y se
mejora tanto cuanto lo hacen los seres que la ejercen o a quienes ella rige. La
autoridad vale más en los hombres que en los animales, porque la perfección de
la obra está siempre en razón directa de la perfección de los obreros, y una
obra se realiza donde quiera que se hallan la autoridad y la obediencia. Estos
dos elementos, la obediencia y la autoridad, se encuentran en todo conjunto
formado de muchas cosas, que conspiren a un resultado común, aunque por otra
parte estén separadas o juntas. Esta es una condición que la naturaleza impone
a todos los seres animados, y algunos rastros de este principio podrían
fácilmente descubrirse en los objetos sin vida: tal es, por ejemplo, la armonía
en los sonidos. Pero el ocuparnos de esto nos separaría demasiado de nuestro
asunto.
Por
lo pronto el ser vivo se compone de un alma y de un cuerpo, hechos naturalmente
aquella para mandar y éste para obedecer. Por lo menos así lo proclama la voz
de la naturaleza, que importa estudiar en los seres desenvueltos según sus
leyes regulares y no en los seres degradados. Este predominio del alma es
evidente en el hombre perfectamente sano de espíritu y de cuerpo, único que
debemos examinar aquí. En los hombres corrompidos o dispuestos a serlo, el
cuerpo parece dominar a veces como soberano sobre el alma, precisamente porque
su desenvolvimiento irregular es completamente contrario a la naturaleza. Es
preciso, repito, reconocer ante todo en el ser vivo la existencia de una autoridad
semejante a la vez a la de un señor y la de un magistrado; el alma manda al
cuerpo como un dueño a su esclavo; y la razón manda al instinto como un
magistrado, como un rey; porque evidentemente no puede negarse, que no sea
natural y bueno para el cuerpo el obedecer al alma, y para la parte sensible de
nuestro ser el obedecer a la razón y a la parte inteligente. La igualdad o la
dislocación del poder, que se muestra entre estos diversos elementos, sería
igualmente funesta para todos ellos. Lo mismo sucede entre el hombre y los
demás animales: los animales domesticados valen naturalmente más que los
animales salvajes, siendo para ellos una gran ventaja, si se considera su
propia seguridad, el estar sometidos al hombre. Por otra parte la relación de los
sexos es análoga; el uno es superior al otro; éste está hecho para mandar,
aquél para obedecer. [25]
Esta
es también la ley general, que debe necesariamente regir entre los hombres.
Cuando es uno inferior a sus semejantes, tanto como lo son el cuerpo respecto
del alma y el bruto respecto del hombre, y tal es la condición de todos
aquellos en quienes el empleo de las fuerzas corporales es el mejor y único
partido que puede sacarse de su ser, se es esclavo por naturaleza. Estos
hombres, así como los demás seres de que acabamos de hablar, no pueden hacer
cosa mejor que someterse a la autoridad de un señor; porque es esclavo por
naturaleza el que puede entregarse a otro; y lo que precisamente le obliga a
hacerse de otro, es el no poder llegar a comprender la razón, sino cuando otro
se la muestra, pero sin poseerla en sí mismo. Los demás animales no pueden ni
aun comprender la razón, y obedecen ciegamente a sus impresiones. Por lo demás,
la utilidad de los animales domesticados y la de los esclavos son poco más o
menos del mismo género. Unos y otros nos ayudan con el auxilio de sus fuerzas
corporales a satisfacer las necesidades de nuestra existencia. La naturaleza
misma lo quiere así, puesto que hace los cuerpos de los hombres libres
diferentes de los de los esclavos, dando a éstos el vigor necesario para las
obras penosas de la sociedad, y haciendo, por lo contrario, a los primeros
incapaces de doblar su erguido cuerpo para dedicarse a trabajos duros, y
destinándolos solamente a las funciones de la vida civil, repartida para ellos
entre las ocupaciones de la guerra y las de la paz.
Muchas
veces sucede lo contrario, convengo en ello; y así los hay que no tienen de
hombres libres más que el cuerpo, como otros sólo tienen de tales el alma. Pero
lo cierto es que si los hombres fuesen siempre diferentes unos de otros por su
apariencia corporal como lo son las imágenes de los dioses, se convendría
unánimemente en que los menos hermosos deben ser los esclavos de los otros; y
si esto es cierto, hablando del cuerpo, con más razón lo sería hablando del
alma; pero es más difícil conocer la belleza del alma que la del cuerpo.
Sea
de esto lo que quiera, es evidente que los unos son naturalmente libres y los
otros naturalmente esclavos; y que para estos últimos es la esclavitud tan útil
como justa.
Por
lo demás, difícilmente podría negarse que la opinión contraria encierra alguna
verdad. La idea de esclavitud puede entenderse de dos maneras. Puede uno ser
reducido a esclavitud y permanecer en ella por la ley, siendo esta ley una
convención [26] en virtud de la que el vencido en la guerra se reconoce como
propiedad del vencedor; derecho que muchos legistas consideran ilegal, y como
tal le estiman muchas veces los oradores políticos, porque es horrible, según
ellos, que el más fuerte, sólo porque puede emplear la violencia, haga de su
víctima un súbdito y un esclavo{9}.
Estas
dos opiniones opuestas son sostenidas igualmente por hombres sabios. La causa
de este disentimiento y de los motivos alegados por una y otra parte es, que la
virtud tiene derecho, como medio de acción, de usar hasta de la violencia, y
que la victoria supone siempre una superioridad laudable en ciertos conceptos.
Es posible creer por tanto que la fuerza jamás está exenta de todo mérito, y
que aquí toda la cuestión estriba realmente sobre la noción del derecho,
colocado por los unos en la benevolencia y la humanidad y por los otros en la
dominación del más fuerte. Pero estas dos argumentaciones contrarias son en sí
igualmente débiles y falsas; porque podría creerse en vista de ambas, tomadas
separadamente, que el derecho de mandar como señor no pertenece a la
superioridad del mérito.
Hay
gentes que, preocupadas con lo que creen un derecho, y una ley tiene siempre
las apariencias del derecho, suponen que la esclavitud es justa cuando resulta
del hecho de la guerra. Pero se incurre en una contradicción; porque el
principio de la guerra misma puede ser injusto, y jamás se llamará esclavo al
que no merezca serlo; de otra manera los hombres de más elevado nacimiento
podrían parar en esclavos, hasta por efecto del hecho de otros esclavos, porque
podrían ser vendidos como prisioneros de guerra. Y así los partidarios de esta
opinión{10} tienen el cuidado de aplicar este
nombre de esclavos sólo a los bárbaros, no admitiéndose para los de su propia
nación. Esto equivale a averiguar lo que se llama esclavitud natural; y esto es
precisamente lo que hemos preguntado desde el principio.
Es
necesario convenir en que ciertos hombres serían esclavos en todas partes, y
que otros no podrían serlo en ninguna. Lo mismo sucede con la nobleza: las
personas de que acabamos de [27] hablar, se creen nobles, no sólo en su patria,
sino en todas partes; pero por el contrario, en su opinión los bárbaros sólo
pueden serlo allá entre ellos; suponen, pues, que tal raza es en absoluto libre
y noble, y que tal otra sólo lo es condicionalmente. Así la Helena de Theodecto
exclama:
¿Quién
tendría el atrevimiento de llamarme esclava
descendiendo yo por todos lados de la raza de los dioses?
Esta opinión
viene precisamente a asentar sobre la superioridad y la inferioridad naturales
la diferencia entre el hombre libre y el esclavo, entre la nobleza y el estado
llano. Equivale a creer que de padres distinguidos salen hijos distinguidos,
del mismo modo que un hombre produce un hombre y que un animal produce un
animal. Pero cierto es que la naturaleza muchas veces quiere hacerlo, pero no
puede.
Con
razón se puede suscitar esta cuestión y sostener que hay esclavos y hombres
libres que lo son por obra de la naturaleza; se puede sostener que esta
distinción subsiste realmente siempre que es útil al uno el servir como esclavo
y al otro el reinar como señor; se puede sostener, en fin, que es justa, y que
cada uno debe, según las exigencias de la naturaleza, ejercer el poder o
someterse a él. Por consiguiente la autoridad del señor sobre el esclavo es a
la par justa y útil; lo cual no impide que el abuso de esta autoridad pueda ser
funesto a ambos. El interés de la parte es el del todo; el interés del cuerpo
es el del alma; el esclavo es una parte del señor, es como una parte viva de su
cuerpo, aunque separada. Y así, entre el dueño y el esclavo, cuando es la
naturaleza la que los ha hecho tales, existe un interés común, una recíproca
benevolencia; sucediendo todo lo contrario, cuando la ley y la fuerza por sí
solas han hecho al uno señor y al otro esclavo.
Esto
muestra con mayor evidencia, que el poder del señor y el del magistrado son muy
distintos, y que, a pesar de lo que se ha dicho, todas las autoridades no se
confunden en una sola: la una recae sobre hombres libres, la otra sobre
esclavos por naturaleza; la una, la autoridad doméstica, pertenece a uno sólo,
porque toda familia es gobernada por un solo jefe; la otra, la del magistrado,
sólo recae sobre hombres libres e iguales. Uno es señor, no porque sepa mandar,
sino porque tiene cierta naturaleza; y por distinciones semejantes es uno
esclavo o libre. Pero sería posible educar a los señores en la ciencia que
deben practicar ni más [28] ni menos que a los esclavos, y en Siracusa ya se ha
practicado esto último, pues por dinero se instruía allí a los niños, que
estaban en esclavitud, en todos los pormenores del servicio doméstico. Podríase
muy bien extender sus conocimientos y enseñarles ciertas artes, como la de
preparar las viandas{11} o cualquiera otra de este género,
puesto que unos servicios son más estimados o más necesarios que otros, y que,
como dice el proverbio, hay diferencia de esclavo a esclavo y de señor a señor.
Todos estos aprendizajes constituyen la ciencia de los esclavos. Saber emplear
a los esclavos constituye la ciencia del señor, que lo es, no tanto porque
posee esclavos, cuanto porque se sirve de ellos. Esta ciencia en verdad no es
muy extensa ni tampoco muy elevada; consiste tan sólo en saber mandar lo que
los esclavos deben saber hacer. Y así, tan pronto como puede el señor ahorrarse
este trabajo, cede su puesto a un mayordomo para consagrarse él a la vida política
o a la filosofía.
La
ciencia del modo de adquirir, de la adquisición natural y justa, es muy
diferente de las otras dos de que acabamos de hablar; ella participa algo de la
guerra y de la caza.
No
necesitamos extendernos más sobre lo que teníamos que decir del señor y del
esclavo.
———
{6} Teopompo, historiador contemporáneo de
Aristóteles, refiere (Ateneo, lib. VI, pág. 265) que los Quiotes fueron los que
introdujeron la costumbre de comprar los esclavos, y que el oráculo de Delfos,
al tener conocimiento de semejante crimen, declaró: que los Quiotes se habían
hecho merecedores de la cólera de los dioses. Esto sería una especie de
protesta del cielo contra este abuso de la fuerza. S. H., pág. 12.
{7} Platón habla de este talento de Dédalo
en el Eutifron y en el Menon.
{9} En la guerra del Peloponeso se
degollaba a los prisioneros, y lo refiere Tucídides como si fuera el hecho más
indiferente. Lib. I, capítulo XXX, lib. II, cap. V.
{10} En la República aconseja Platón a los griegos que no
reduzcan a esclavitud a los griegos y sí sólo a los bárbaros.
{11} La cocina de Siracusa tenía gran
reputación. Véase el lib. III de la República de Platón.
Política ·
libro primero, capítulo III
De la adquisición de los bienes
Puesto
que el esclavo forma parte de la propiedad, vamos a estudiar, siguiendo nuestro
método acostumbrado, la propiedad en general y la adquisición de los bienes.
La
primera cuestión que debemos resolver, es si la ciencia de adquirir es la misma
que la ciencia doméstica, o si es una rama de ella o sólo una ciencia auxiliar.
Si no es más que esto último, ¿lo será al modo que el arte de hacer lanzaderas
es un auxiliar del arte de tejer? ¿O como el arte de fundir metales sirve para
el arte del estatuario? Los servicios de estas dos artes subsidiarias son
realmente muy distintos: lo que suministra la primera es el [29] instrumento,
mientras que la segunda suministra la materia. Entiendo por materia la
sustancia que sirve para fabricar un objeto; por ejemplo, la lana de que se
sirve el fabricante, el metal que emplea el estatuario. Esto prueba, que la adquisición
de los bienes no se confunde con la administración doméstica, puesto que la una
emplea lo que la otra suministra. ¿A quién sino a la administración doméstica
pertenece usar lo que constituye el patrimonio de la familia?
Resta
saber si la adquisición de las cosas es una rama de esta administración, o si
es una ciencia aparte. Por lo pronto, si el que posee esta ciencia debe conocer
las fuentes de la riqueza y de la propiedad, es preciso convenir en que la
propiedad y la riqueza abrazan objetos muy diversos. En primer lugar puede
preguntarse, si el arte de la agricultura, y en general la busca y adquisición
de alimentos, están comprendidas en la adquisición de bienes, o si forman un
modo especial de adquirir. Los modos de alimentación son extremadamente
variados, y de aquí esta multiplicidad de géneros de vida en el hombre y en los
animales, ninguno de los cuales puede subsistir sin alimentos; variaciones que
son precisamente las que diversifican la existencia de los animales. En el
estado salvaje unos viven en grupos, otros en el aislamiento, según lo exige el
interés de su subsistencia, porque unos son carnívoros, otros frugívoros y
otros omnívoros. Para facilitar la busca y elección de alimentos es para lo que
la naturaleza les ha destinado a un género especial de vida. La vida de los
carnívoros y la de los frugívoros difieren precisamente en que no gustan por
instinto del mismo alimento, y en que los de cada una de estas clases tienen
gustos particulares.
Otro
tanto puede decirse de los hombres, no siendo menos diversos sus modos de
existencia. Unos, viviendo en una absoluta ociosidad, son nómadas que sin pena
y sin trabajo se alimentan de la carne de los animales que crían. Sólo que,
viéndose precisados sus ganados a mudar de pastos, y ellos a seguirlos, es como
si cultivaran un campo vivo. Otros subsisten con aquello de que hacen presa,
pero no del mismo modo todos; pues unos viven del pillaje{12},
y otros de la pesca, cuando habitan en las orillas de los estanques o de los
lagos, o en las orillas de los [30] ríos o del mar; y otros cazan las aves y
los animales bravíos. Pero los más de los hombres viven del cultivo de la
tierra y de sus frutos.
Estos
son, poco más o menos, todos los modos de existencia, en que el hombre sólo
tiene necesidad de prestar su trabajo personal, sin acudir para atender a su
subsistencia al cambio ni al comercio: nómada, agricultor, bandolero, pescador
o cazador. Hay pueblos que viven cómodamente combinando estos diversos modos de
vivir y tomando del uno lo necesario para llenar los vacíos del otro: son a la
vez nómadas y salteadores, cultivadores y cazadores, y lo mismo sucede con los
demás que abrazan el género de vida que la necesidad les impone.
Como
puede verse, la naturaleza concede esta posesión de los alimentos a los
animales a seguida de su nacimiento, y también cuando llegan a alcanzar todo su
desarrollo. Ciertos animales en el momento mismo de la generación producen para
el nacido el alimento que habrá de necesitar hasta encontrarse en estado de
procurárselo por sí mismo. En este caso se encuentran los vermíparos{13} y los ovíparos. Los vivíparos llevan
en sí mismos, durante un cierto tiempo, los alimentos de los recién nacidos
pues no otra cosa es lo que se llama leche. Esta posesión de alimentos tiene
igualmente lugar cuando los animales han llegado a su completo desarrollo, y
debe creerse que las plantas están hechas para los animales, y los animales
para el hombre. Domesticados, le prestan servicios y le alimentan; bravíos,
contribuyen, si no todos, la mayor parte, a su subsistencia y a satisfacer sus
diversas necesidades, suministrándole vestidos y otros recursos. Si la
naturaleza nada hace incompleto, si nada hace{14} en vano, es de necesidad que haya
creado todo esto para el hombre.
La
guerra misma es en cierto modo un medio natural de adquirir, puesto que
comprende la caza de los animales bravíos y de aquellos hombres que, nacidos
para obedecer, se niegan a someterse; es una guerra que la naturaleza misma ha
hecho legítima.
He
aquí, pues, un modo de adquisición natural que forma [31] parte de la economía
doméstica, la cual debe encontrárselo formado o procurárselo, so pena de no
poder reunir los medios indispensables de subsistencia, sin los cuales no se
formarían ni la asociación del Estado ni la asociación de la familia. En esto
consiste, si puede decirse así, la única riqueza verdadera, y todo lo que el
bienestar puede aprovechar de este género de adquisiciones, está bien lejos de
ser ilimitado, como poéticamente pretende Solón:
«El
hombre puede aumentar ilimitadamente sus riquezas.»
Sucede
todo lo contrario, pues en esto hay un límite como lo hay en todas las demás
artes. En efecto, no hay arte, cuyos instrumentos no sean limitados en número y
extensión; y la riqueza no es más que la abundancia de los instrumentos
domésticos y sociales.
Existe
por tanto evidentemente un modo de adquisición natural, que es común a los
jefes de familia y a los jefes de los Estados. Ya hemos visto cuáles eran sus
fuentes.
Resta
ahora este otro género de adquisición que se llama más particularmente y con
razón la adquisición de bienes, y respecto de la cual podría creerse que la
fortuna y la propiedad pueden aumentarse indefinidamente. La semejanza de este
segundo modo de adquisición con el primero es causa de que ordinariamente no se
vea en ambos más que un solo y mismo objeto. El hecho es, que ellos no son ni
idénticos, ni muy diferentes; el primero, es natural, el otro no procede de la
naturaleza, sino que es más bien el producto del arte y de la experiencia.
Demos aquí principio a su estudio.
Toda
propiedad tiene dos usos que le pertenecen esencialmente, aunque no de la misma
manera: el uno es especial a la cosa, el otro no lo es. Un zapato puede a la
vez servir para calzar el pie o para verificar un cambio. Por lo menos puede
hacerse de él este doble uso. El que cambia un zapato por dinero o por
alimentos con otro que tiene necesidad de él, emplea bien este zapato en tanto
que tal, pero no según su propio uso, porque no había sido hecho para el
cambio. Otro tanto diré de todas las demás propiedades; pues el cambio
efectivamente puede aplicarse a todas, puesto que ha nacido primitivamente
entre los hombres de la abundancia en un punto y de la escasez en otro de las
cosas necesarias para la vida. Es demasiado claro, que en este sentido la venta
no forma en manera alguna parte de la [32] adquisición natural. En su origen,
el cambio no se extendía más allá de las primeras necesidades, y es ciertamente
inútil en la primera asociación, la de la familia. Para que nazca, es preciso
que el círculo de la asociación sea más extenso. En el seno de la familia todo
era común; separados algunos miembros, se crearon nuevas sociedades para fines
no menos numerosos, pero diferentes que los de las primeras, y esto debió
necesariamente dar origen al cambio. Este es el único cambio que conocen muchas
naciones bárbaras; el cual no se extiende a más que al trueque de las cosas
indispensables; como, por ejemplo, el vino que se da a cambio de trigo.
Este
género de cambio es perfectamente natural, y no es, a decir verdad, un modo de
adquisición, puesto que no tiene otro objeto que proveer a la satisfacción de
nuestras necesidades naturales. Sin embargo, aquí es donde puede encontrarse
lógicamente el origen de la riqueza. A medida que estas relaciones de auxilios
mutuos se transformaron, desenvolviéndose mediante la importación de los
objetos de que se carecía y la exportación de aquellos que abundaban, la
necesidad introdujo el uso de la moneda, porque las cosas indispensables a la
vida son naturalmente difíciles de transportar.
Se
convino en dar y recibir en los cambios una materia, que, además de ser útil
por sí misma, fuese fácilmente manejable en los usos habituales de la vida; y
así se tomaron el hierro, por ejemplo, la plata, u otra sustancia análoga, cuya
dimensión y cuyo peso se fijaron desde luego, y después, para evitar la
molestia de continuas rectificaciones, se las marcó con un sello particular,
que es el signo de su valor. Con la moneda, originada por los primeros cambios
indispensables, nació igualmente la venta, otra forma de adquisición
excesivamente sencilla en el origen, pero perfeccionada bien pronto por la
experiencia, que reveló cómo la circulación de los objetos podía ser origen y
fuente de ganancias considerables. He aquí cómo, al parecer, la ciencia de
adquirir tiene principalmente por objeto el dinero, y cómo su fin principal es
el de descubrir los medios de multiplicar los bienes, porque ella debe crear la
riqueza y la opulencia. Esta es la causa de que se suponga muchas veces, que la
opulencia consiste en la abundancia de dinero, como que sobre el dinero giran
las adquisiciones y las ventas; y sin embargo, este dinero no es en sí mismo
más que una cosa absolutamente vana, no [33] teniendo otro valor que el que le
da la ley, no la naturaleza, puesto que una modificación en las convenciones
que tienen lugar entre los que se sirven de él, puede disminuir completamente
su estimación y hacerle del todo incapaz para satisfacer ninguna de nuestras
necesidades. En efecto, ¿no puede suceder que un hombre, a pesar de todo su
dinero, carezca de los objetos de primera necesidad?, y ¿no es una riqueza
ridícula aquella cuya abundancia no impide que el que la posee se muera de
hambre?{15} Es como el Midas de la mitología que,
llevado de su codicia desenfrenada, hizo convertir en oro todos los manjares de
su mesa.
Así
que con mucha razón los hombres sensatos se preguntan si la opulencia y el
origen de la riqueza están en otra parte, y ciertamente la riqueza y la adquisición
naturales, objeto de la ciencia doméstica, son una cosa muy distinta. El
comercio produce bienes, no de una manera absoluta, sino mediante la conducción
aquí y allá de objetos que son preciosos por sí mismos. El dinero es el que
parece preocupar al comercio, porque el dinero es el elemento y el fin de sus
cambios; y la fortuna, que nace de esta nueva rama de adquisición, parece no
tener realmente ningún límite. La medicina aspira a multiplicar sus curas hasta
el infinito, y como ella todas las artes colocan en el infinito el fin a que
aspiran y pretenden alcanzarlo empleando todas sus fuerzas. Pero, por lo menos,
los medios que les conducen a su fin especial son limitados, y este fin mismo
sirve a todas de límite. Lejos de esto, la adquisición comercial no tiene por
fin el objeto que se propone, puesto que su fin es precisamente una opulencia y
una riqueza indefinidas. Pero si el arte de esta riqueza no tiene límites, la
ciencia doméstica los tiene, porque su objeto es muy diferente. Y así podría
creerse a primera vista, que toda riqueza, sin excepción, tiene necesariamente
límites. Pero ahí están los hechos para probarnos lo contrario: todos los
negociantes ven acrecentarse su dinero sin traba ni término.
Estas
dos especies de adquisición tan diferentes, emplean el mismo capital a que
ambas aspiran, aunque con miras muy distintas, pues que la una tiene por objeto
el acrecentamiento [34] indefinido del dinero, y la otra otro muy diverso; esta
semejanza ha hecho creer a muchos, que la ciencia doméstica tiene igualmente la
misma extensión, y están firmemente persuadidos de que es preciso a todo trance
conservar o aumentar hasta el infinito la suma de dinero que se posee. Para
llegar a conseguirlo, es preciso preocuparse únicamente del cuidado de vivir,
sin curarse de vivir como se debe. No teniendo límites el deseo de la vida, se
ve uno directamente arrastrado a desear, para satisfacerle, medios que no
tiene. Los mismos que se proponen vivir moderadamente, corren también en busca
de goces corporales, y como la propiedad parece asegurar estos goces, todo el
cuidado de los hombres se dirige a amontonar bienes, de donde nace esta segunda
rama de adquisición de que hablo. Teniendo el placer necesidad absoluta de una
excesiva abundancia, se buscan todos los medios que pueden procurarla. Cuando
no se pueden conseguir éstos con adquisiciones naturales, se acude a otras, y
aplica uno sus facultades a usos a que no estaban destinadas por la naturaleza.
Y así, el agenciar dinero no es el objeto del valor, que sólo debe darnos una
varonil seguridad; tampoco es el objeto del arte militar ni de la medicina, que
deben darnos, aquél la victoria, ésta la salud; y sin embargo, todas estas
profesiones se ven convertidas en un negocio de dinero, como si fuera éste su
fin propio, y como si todo debiese tender a él.
Esto
es lo que tenía que decir sobre los diversos medios de adquirir lo superfluo;
habiendo hecho ver lo que son estos medios, y cómo pueden convertirse para
nosotros en una necesidad real. En cuanto al arte que tiene por objeto la
riqueza verdadera y necesaria, he demostrado que era completamente diferente
del otro, y que no es más que la economía natural, ocupada únicamente con el
cuidado de las subsistencias; arte que, lejos de ser infinito como el otro,
tiene, por el contrario límites positivos.
Esto
hace perfectamente clara la cuestión que al principio proponíamos; a saber, si
la adquisición de los bienes es o no asunto propio del jefe de familia y del
jefe del Estado. Ciertamente es indispensable suponer siempre la preexistencia
de estos bienes. Así como la política no hace a los hombres, sino que los toma
como la naturaleza se los da, y se limita a servirse de ellos; en igual forma a
la naturaleza toca suministrarnos los primeros [35] alimentos que proceden de
la tierra, del mar o de cualquier otro origen, y después queda a cargo del jefe
de familia disponer de estos dones, como convenga hacerlo; así como el
fabricante no crea la lana, pero debe saber emplearla, distinguir sus
cualidades y sus defectos, y conocer la que puede o no servir.
También
podría preguntarse cómo es que mientras la adquisición de bienes forma parte
del gobierno doméstico, no sucede lo mismo con la medicina, puesto que los
miembros de la familia necesitan tanto la salud como el alimento o cualquier
otro objeto indispensable para la vida. He aquí la razón: si por una parte el
jefe de familia y el jefe del Estado deben ocuparse de la salud de sus
administrados, por otra parte este cuidado compete, no a ellos, sino al médico.
De igual modo lo relativo a los bienes de la familia hasta cierto punto compete
a su jefe, pero bajo otro no, pues no es él y sí la naturaleza quien debe
suministrarlos. A la naturaleza, repito, compete exclusivamente dar la primera
materia. A la misma corresponde asegurar el alimento al ser que ha creado, pues
en efecto, todo ser recibe los primeros alimentos del que le transmite la vida;
y he aquí por qué los frutos y los animales forman una riqueza natural, que
todos los hombres saben explotar.
Siendo
doble la adquisición de los bienes, como hemos visto, es decir, comercial y
doméstica, ésta necesaria y con razón estimada, y aquélla con no menos motivo
despreciada{16},
por no ser natural y sí sólo resultado del tráfico, hay fundado motivo para
execrar la usura, porque es un modo de adquisición nacido del dinero mismo, al
cual no se da el destino para que fue creado. El dinero sólo debía servir para
el cambio, y el interés, que de él se saca, le multiplica, como lo indica
claramente el nombre que le da la lengua griega. Los padres en este caso son
absolutamente semejantes a los hijos. El interés es dinero producido por el
dinero mismo; y de todas las adquisiciones es esta la más contraria a la
naturaleza. [36]
———
{12} Como observa Tucídides (lib. I, cap.
V), el hacer esto no era una cosa deshonrosa en los primeros tiempos de la
Grecia.
{13} Sin duda Aristóteles se refiere a
aquellos insectos cuyos huevos son demasiado pequeños para poderse descubrir a
simple vista.
{14} Principio de las causas finales de que
Aristóteles hace un uso muy frecuente.
{15} Montesquieu observa, que las inmensas
cantidades de oro y plata del nuevo mundo no impidieron que España cayera en la
miseria, ocasionada por una multitud de causas.
{16} Platón ha explicado con gran claridad
y con más moderación que Aristóteles las causas del desprecio en que cayó en
general el comercio.
Política · libro primero, capítulo IV
Consideración
práctica sobre la adquisición de los bienes
De la ciencia, que
suficientemente hemos desenvuelto, pasemos ahora a hacer algunas
consideraciones sobre la práctica. En todos los asuntos de esta naturaleza un
campo libre se abre a la teoría; pero la aplicación tiene sus necesidades.
Los ramos prácticos de la
riqueza consisten en conocer a fondo el género, el lugar y el ejemplo de los
productos que más prometan; en saber, por ejemplo, si debe uno dedicarse a la
cría de caballos, o de ganado vacuno, o del lanar, o de cualesquiera otros
animales, teniendo el acierto de escoger hábilmente las especies que sean más
provechosas según las localidades; porque no todas prosperan indistintamente
en todas partes. La práctica consiste también en conocer la agricultura y las
tierras que deben tener arbolado, y aquellas en que no conviene; se ocupa, en
fin, con cuidado de las abejas y de todos los animales volátiles y acuáticos,
que pueden ofrecer algunas ventajas. Tales son los primeros elementos de la
riqueza propiamente dicha.
En cuanto a la riqueza
que produce el cambio, su elemento principal es el comercio, que se divide en
tres ramas diversamente lucrativas: comercio marítimo, comercio terrestre, y
comercio al por menor. Después entra en segundo lugar el préstamo a interés,
y en fin el salario, que puede aplicarse a obras mecánicas, o bien a trabajos
puramente corporales para hacer cosas en que no intervienen los operarios más
que con sus brazos.
Hay un tercer género de
riqueza, que está entre la riqueza natural y la procedente del cambio, que
participa de la naturaleza de ambas y procede de todos aquellos productos de
la tierra que, no obstante no ser frutos, no por eso dejan de tener su
utilidad: es la explotación de los bosques y la de las minas, que son de
tantas clases como los metales que se sacan del seno de la tierra.
Estas generalidades deben
bastarnos. Entrar en pormenores especiales y precisos puede ser útil a cada
una de las industrias en particular; mas para nosotros sería un trabajo [37]
impertinente. Entre los oficios, los más elevados son aquellos en que
interviene menos el azar; los más mecánicos los que desfiguran el cuerpo más
que los demás; los más serviles los que más ocupan; los más degradados, en
fin, los que requieren menos inteligencia y mérito{17}.
Algunos autores han
profundizado estas diversas materias. Cares de Paros y Apolodoro de Lemnos{18},
por ejemplo, se han ocupado del cultivo de los campos y de los bosques. Las
demás cosas han sido tratadas en otras obras, que podrán estudiar los que
tengan interés en estas materias. También deberán recoger las tradiciones
esparcidas sobre los medios que han conducido a algunas personas a adquirir
fortuna. Todas estas enseñanzas son provechosas para los que a su vez aspiren
a conseguir lo mismo. Citaré lo que se refiere a Tales de Mileto{19},
a propósito de una especulación lucrativa que le dio un crédito singular,
honor debido sin duda a su saber, pero que está al alcance de todo el mundo.
Gracias a sus conocimientos en astronomía pudo presumir, desde el invierno,
que la recolección próxima de aceite sería abundante, y al intento de
responder a algunos cargos que se le hacían por su pobreza, de la cual no
había podido librarle su inútil filosofía, empleó el poco dinero que poseía
en darlo en garantía para el arriendo de todas las prensas de Mileto y de
Quios; y las obtuvo baratas, porque no hubo otros licitadores. Pero cuando
llegó el tiempo oportuno, las prensas eran buscadas de repente por un crecido
número de cultivadores, y él se las subarrendó al precio que quiso. La
utilidad fue grande; y Tales probó por esta acertada especulación que los
filósofos, cuando quieren, saben fácilmente enriquecerse, por más que no sea
este el objeto de su atención. Se refiere esto como muestra de un grande
ejemplo de habilidad de parte de Tales; pero, repito, esta especulación
pertenece en general a todos los que están en posición de constituir en su
favor un monopolio. También hay Estados que en momentos de apuro han [38]
acudido a este arbitrio, atribuyéndose el monopolio general de todas las
ventas. En Sicilia un particular empleó las cantidades que se le habían dado
en depósito, en la compra de todo el hierro que había en las ferrerías, y
luego, cuando más tarde llegaban los negociantes de distintos puntos, como
era el único vendedor de hierro, sin aumentar excesivamente el precio, lo
vendía sacando cien talentos de cincuenta. Informado de ello Dionisio{20},
le desterró de Siracusa, por haber ideado una operación perjudicial a los
intereses del Príncipe, aunque permitiéndole llevar consigo toda su fortuna.
Esta especulación, sin embargo, es en el fondo la misma que la de Tales;
ambos supieron crear un monopolio. Conviene a todos, y también a los jefes de
los Estados, tener conocimiento de tales recursos. Muchos gobiernos tienen
necesidad, como las familias, de emplear estos medios para enriquecerse; y
podría decirse que muchos gobernantes creen que sólo de esta parte de la
gobernación deben ocuparse.
———
{17} Esta
clasificación de los oficios parece intercalada y extraña al pensamiento
general del autor, que continúa desenvolviéndose en el párrafo siguiente.
{18} Cares
de Paros era contemporáneo de Aristóteles. Apolodoro de Lemnos vivía también
en la misma época. Barrón, De re rustica, lib. I, cap. VIII.
{19} Tales
de Mileto, jefe de la escuela jónica y uno de los siete sabios de Grecia. República de
Platón, lib. X.
{20} Dionisio
el antiguo que reinó desde 406 a 367 antes de J. C.
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Política ·
libro primero, capítulo V
Del poder doméstico
Ya
hemos dicho que la administración de la familia descansa en tres clases de
poder: el del señor, de que hablamos antes, el del padre y el del esposo. Se
manda a la mujer y a los hijos como a seres igualmente libres, pero sometidos
sin embargo a una autoridad diferente, que es republicana respecto de la
primera, y regia respecto de los segundos. El hombre, salvas algunas
excepciones contrarias a la naturaleza, es el llamado a mandar más bien que la
mujer, así como el ser de más edad y de mejores cualidades es el llamado a
mandar al más joven y aún incompleto. En la constitución republicana se pasa de
ordinario alternativamente de la obediencia al ejercicio de la autoridad,
porque en ella todos los miembros deben ser naturalmente iguales y semejantes
en todo; lo cual no impide que se intente distinguir la posición diferente del
jefe y del subordinado, mientras dure, valiéndose ya de un signo exterior, ya
de ciertas denominaciones o distinciones honoríficas. Esto mismo [39] pensaba
Amasis{21} cuando refería la historia de su
aljofaina. La relación del hombre y la mujer es siempre tal como acabo de
decir. La autoridad del padre sobre sus hijos es, por el contrario,
completamente regia; las afecciones y la edad dan el poder a los padres lo
mismo que a los reyes, y cuando Homero llama a Júpiter{22}
«Padre
inmortal de los hombres y de los dioses»,
tiene razón en
añadir que es también rey de ellos, porque un rey debe a la vez ser superior a
sus súbditos por sus facultades naturales, y ser, sin embargo, de la misma raza
que ellos: y esta es precisamente la relación entre el más viejo y el más
joven, entre el padre y el hijo.
No
hay para qué decir que se debe poner mayor cuidado en la administración de los
hombres que en la de las cosas inanimadas, en la perfección de los primeros que
en la perfección de las segundas que constituyen la riqueza, y más cuidado en
la dirección de los seres libres que en la de los esclavos. La primera cuestión
respecto al esclavo es la de saber si, además de su cualidad de instrumento y
de servidor, se puede encontrar en él alguna otra virtud, como la sabiduría, el
valor, la equidad, &c., o si no se debe esperar hallar en él otro mérito
que el que nace de sus servicios puramente corporales. Por ambos lados ha lugar
a duda. Si se suponen estas virtudes en los esclavos, ¿en qué se diferenciarán
de los hombres libres? Si lo contrario, resulta otro absurdo no menor, porque
al cabo son hombres y tienen su parte de razón. Una cuestión igual, sobre poco
más o menos, puede suscitarse respecto a la mujer y al hijo. ¿Cuáles son sus
virtudes especiales? ¿La mujer debe ser prudente, animosa y justa como un hombre?
¿El hijo puede ser modesto y dominar sus pasiones? Y en general, el ser formado
por la naturaleza para mandar y el destinado a obedecer, ¿deben poseer las
mismas virtudes o virtudes diferentes? Si ambos tienen un mérito absolutamente
igual, ¿de dónde nace que eternamente deben el uno mandar y el otro obedecer?
No se trata aquí de una [40] diferencia entre el más y el menos; autoridad y
obediencia difieren específicamente, y entre el más y el menos no existe
diferencia alguna de este género. Exigir virtudes al uno y no exigirlas al
otro, sería aún más extraño. Si el ser que manda no tiene prudencia, ni
equidad, ¿cómo podrá mandar bien? Si el ser que obedece está privado de estas
virtudes, ¿cómo podrá obedecer cumplidamente? Si es intemperante y perezoso, faltará
a todos sus deberes. Evidentemente es necesario que ambos tengan virtudes, pero
virtudes tan diversas como lo son las especies de seres destinados por
naturaleza a la sumisión. Esto mismo es lo que hemos dicho ya al tratar del
alma. La naturaleza ha creado en ella dos partes distintas: la una destinada a
mandar, la otra a obedecer, siendo sus cualidades bien diversas, pues que la
una está dotada de razón y privada de ella la otra. Esta relación se extiende
evidentemente a los otros seres, y respecto de los más de ellos la naturaleza
ha establecido el mando y la obediencia. Así, el hombre libre manda al esclavo
de muy distinta manera que el marido manda a la mujer y que el padre al hijo; y
sin embargo, los elementos esenciales del alma se dan en todos estos seres,
aunque en grados muy diversos. El esclavo está absolutamente privado de
voluntad; la mujer la tiene, pero subordinada; el niño sólo la tiene
incompleta. Lo mismo sucede necesariamente respecto a las virtudes morales. Se
las debe suponer existentes en todos estos seres, pero en grados diferentes, y
sólo en la proporción indispensable para el cumplimiento del destino de cada
uno de ellos. El ser que manda debe poseer la virtud moral en toda su
perfección. Su tarea es absolutamente igual a la del arquitecto que ordena, y
el arquitecto en este caso es la razón. En cuanto a los demás, deben estar
adornados de las virtudes que reclamen las funciones que tienen que llenar.
Reconozcamos,
pues, que todos los individuos de que acabamos de hablar, tienen su parte de
virtud moral, pero que el saber del hombre no es el de la mujer, que el valor y
la equidad no son los mismos en ambos, como lo pensaba Sócrates{23},
y que la fuerza del uno estriba en el mando y la de la otra en la sumisión.
Otro tanto digo de todas las demás virtudes, pues si [41] nos tomamos el
trabajo de examinarlas al por menor, se descubre tanto más esta verdad. Es una
ilusión el decir, encerrándose en generalidades, que «la virtud es una buena
disposición del alma» y la práctica de la sabiduría, o dar cualquiera otra
explicación tan vaga como esta. A semejantes definiciones prefiero el método de
los que, como Gorgias, se han ocupado de hacer la enumeración de todas las virtudes.
Y así, en resumen, lo que dice el poeta de una de las cualidades de la mujer:
«Un
modesto silencio hace honor a la mujer»{24}
es igualmente
exacto respecto a todas las demás; reserva aquella que no sentaría bien en el
hombre.
Siendo
el niño un ser incompleto, evidentemente no le pertenece la virtud, sino que
debe atribuirse ésta al ser completo que le dirige. La misma relación existe
entre el señor y el esclavo. Hemos dejado sentado que la utilidad del esclavo
se aplicaba a las necesidades de la existencia, así que su virtud había de
encerrarse en límites muy estrechos, en lo puramente necesario para no
descuidar su trabajo por intemperancia o pereza. Pero admitido esto, podrá preguntarse:
¿los operarios deberán entonces tener también virtud, puesto que muchas veces
la intemperancia los aparta del trabajo? Pero hay una grande diferencia. El
esclavo participa de nuestra vida, mientras que el obrero, por lo contrario,
vive lejos de nosotros, y no debe tener más virtud que la que exige su
esclavitud, porque el trabajo del obrero es en cierto modo una esclavitud
limitada. La naturaleza hace al esclavo, pero no hace al zapatero ni a ningún
otro operario. Por consiguiente, es preciso reconocer que el señor debe ser
para el esclavo la fuente de la virtud que le es especial, bien que no tenga,
en tanto que señor, que comunicarle el aprendizaje de sus trabajos. Y así se
equivocan mucho los que rehúsan toda razón a los esclavos, y sólo quieren
entenderse con ellos dándoles órdenes{25},
cuando, por el contrario, deberían tratarles con más indulgencia aún que a los
hijos. Basta ya sobre este punto.
En
cuanto al marido y la mujer, al padre y los hijos y la virtud particular de
cada uno de ellos, las relaciones que les unen, su conducta buena o mala, y
todos los actos que deben [42] ejecutar por ser loables o que deben evitar por
ser reprensibles, son objetos todos de que es preciso ocuparse, al estudiar la
Política. En efecto, todos estos individuos pertenecen a la familia, así como
la familia pertenece al Estado, y como la virtud de las partes debe
relacionarse con la del conjunto, es preciso que la educación de los hijos y de
las mujeres esté en armonía con la organización política, como que importa
realmente que esté ordenado lo relativo a los hijos y a las mujeres para que el
Estado lo esté también. Este es necesariamente un asunto de grandísima
importancia, porque las mujeres componen la mitad de las personas libres, y los
hijos serán algún día los miembros del Estado.
En
resumen, después de lo que acabamos de decir sobre todas estas cuestiones, y
proponiéndonos tratar en otra parte las que nos quedan por aclarar, demos aquí
fin a una discusión que parece ya agotada, y pasemos a otro asunto; es decir,
al examen de las opiniones emitidas sobre la mejor forma de gobierno.
———
{21} Amasis hizo de una alfojaina de oro
una estatua de un dios, que bien pronto fue adorada por los egipcios; y
contando a los principales de estos la historia de la alfojaina, les dijo, que
él también, antes de llegar a ser rey, había sido un oscuro ciudadano, pero que
desde que había ascendido al trono, había merecido el respeto y el homenaje de
sus súbditos.
{23} Platón expone esta doctrina en la República, lib. V, y en el Menon.
{24} Este verso es tomado del Ayax de Sófocles, 291.
{25} Aristóteles parece que critica en esto
a Platón. Véanse Las Leyes, libro VI.